Gaceta de Literatura IBERO Puebla

14 Un golpe de incertidumbre tocó la puerta de cada uno de los departamentos Malintzin 37. De un día para otro, los niños dejaron de ir a la escuela. Las salidas al mercado quedaron fulminantemente prohibidas. Los adolescentes tuvieron que regresar al último espacio que deseaban habitar. Las familias fueron obligadas a interactuar las veinticuatro horas de día y la gente sola se enfrentó a una nueva clase de soledad. Las paredes rojas y blancas del edificio se convirtieron en pequeños universos que contuvieron cada uno de los minutos transcurridos durante ese periodo de tiempo congelado. A puertas cerradas, las pantallas se convirtieron en ventanas al mundo, esperanza de contacto cuando el cuerpo humano representaba una amenaza mundial. Pero en los momentos en los que esos portales no eran suficientes para desfogar las ganas de vincularse con los otros—cuando los inquilinos decidían que era necesario salir de su encierro y abrían las ventanas— sus gritos, sus risas, sus discusiones, el aroma de sus guisos, sus canciones en un loop infinito, esquizofrénico, transgredían las barreras de sus espacios privados que pedían a gritos convertirse en sitios públicos. Quién sabe cuántos años pasaron los inquilinos en esos mundos en pausa. Hasta que un día el gobierno volvió a darle vida a las manecillas del tiempo, cuando anunció la llegada de las primeras vacunas para proteger a la población del virus. Después del terror y el constante influjo de la muerte en la experiencia cotidiana, el edificio soltó un respiro. Y cuando inhaló de nuevo, la esperanza del retorno a la vida anterior se coló entre sus pulmones. Daniela Rico daniela.rico@iberopuebla.mx Vida trastocada 15 Empezaron los viejos. Para acceder a la inmunización había que adoptar una disciplina estricta, revisar las noticias constantemente para saber cuándo tendrían que enfrentarse a un proceso nunca antes vivido, virtual; una nueva burocracia que ya no demandaba un «buenos días» y un halago a la persona en ventanilla. El trámite había mutado a un proceso impersonal, con símbolos y botones desconocidos. Cuando los viejos no supieron navegar los recorridos virtuales, pidieron ayuda a los jóvenes que se convirtieron en los nuevos funcionarios administrativos del Estado. Después de una impaciente espera, las fechas se aproximaron, y en los balcones se oyeron discusiones sobre los pasos a seguir. ¿Te llegó el mensaje? Estoy enferma. ¿Qué día tenemos que ir? ¿Intentarás ir antes? No puedo el jueves. Jose Luis le hizo así. Se organizaron caravanas. Para muchos, era la primera vez en quién sabe cuánto tiempo que se aventuraban a más de 100 metros de sus pequeños universos. Armada con careta, guantes y cubrebocas, la anciana del 202 salió escoltada por su hijo, deseando que un traje especial blindara cada uno de los poros de su cuerpo. Antes de poner un pie en la calle ya se había asegurado de cumplir con los requisitos: imprimir el formato, llenarlo con tinta azul, llevar identificación oficial, acta de nacimiento, comprobante, todo en cuadruplicado, ya sabía que en ocasiones como esta era preferible prepararse de más, sólo por si las dudas. Al llegar al lugar asignado, no tuvo que hacer fila. Le dieron una silla de ruedas para acelerar literalmente el trámite. El filo de la aguja se le reveló desnudo antes de lo que ella hubiera deseado. Su momento había llegado. Con terror se descubrió el brazo y no le dio tiempo ni de respirar antes de recibir en su cuerpo la sustancia con la que los días de reclusión supuestamente llegarían a su fin. Laguna de Alchichica, Tepeyahualco, Puebla. Bibiana Ramírez.

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