La 4T bajo la lupa

— 71 — Con todo ese impulso, iniciando la década de los años ochenta, la participación de la mujer en el espacio público con sentido reivindicativo y emancipatorio y con aliento contracultural era notoria en América Latina. Así, para 1981, tuvo lugar el Primer Encuentro Latinoamericano y del Caribe de Mujeres en Bogotá que, atendiendo al contexto político, entrelazó los debates alrededor del feminismo y el anti-imperialismo. Los encuentros se hicieron recurrentes, dando cuenta de la actividad política constante de este tipo y de la construcción de espacios feministas autónomos en la cotidianidad de la región. Ya para el cuarto encuentro latinoamericano realizado en 1987, las asistentes declaraban: “el feminismo tiene un largo camino a recorrer ya que a lo que aspira realmente, es a una transformación radical de la sociedad, de la política y de la cultura” (Ungo, 2000: 71). Los encuentros permitieron un activismo amplio y la unión de mujeres de diferentes grupos, ayudando también a la formación de un lenguaje enriquecido para nombrar las situaciones comunes vividas por las mujeres y a consolidar un espacio en el que se podía expresar las experiencias femeninas sin el rótulo de temática secundaria o accesoria (Femenías, 2009: 42-75). En la academia surgieron grupos de intelectuales y académicas que trabajaron teniendo como meta la creación de una nueva agenda epistemológica y metodológica que mostrara el punto ciego sobre lo femenino que se mantenía en los referentes de análisis empleados hasta la fecha por las Ciencias Sociales y las Humanidades. Con ese propósito, durante los años ochenta y noventa, y siguiendo el auge de la nueva teoría social y política feminista, se dio una propagación de centros de estudios sobre la mujer en la región (Femenías, 2009: 51; Melgar, 2009: 11-26). Desde ahí y enfrentando debates sobre la legitimidad y necesidad de este tipo de estudios, las mujeres empezaron a recuperar sus propias historias siendo perspicaces para descubrir las sutilezas de la subordinación que enmascara la democracia liberal y las ausencias de subjetividades y experiencias sociales situadas que se esconden y olvidan en los derroteros cientificistas bajo el enarbolamiento del tótem de la objetividad (Curiel, 2014). Como vemos, el balance contracultural feminista para finales de los años ochenta parecía favorecedor. Sin duda el movimiento logró perfilarse en su identidad, ganar extensión y consolidó una agenda que interpelaba a los gobiernos y demás instituciones sociales que a la fecha reproducían la subordinación de las mujeres. Pese a ello, durante las décadas de 1990 y del 2000, el movimiento enfrentó —sin salir muy bien librado en muchos países— varios peligros de cooptación, entre ellos: 1) la solicitud de “feministas profesionales” por parte de agencias internacionales o instancias gubernamentales con las que se diluían propuestas más radicales de carácter contracultural dispuestas en las reflexiones de base; 2) el aglutinamiento de grupos o lideres feministas y/o de mujeres por partidos políticos tradicionales interesados en cumplir con las leyes de cuotas —en tanto fórmula extendida en la región para garantizar la participación femenina en el mundo público-político institucional— (Baldez, 2008; Ríos, 2002); y 3) la llamada ONGización de las organizaciones de mujeres, proceso que hizo dispersa la acción feminista a cambio de la captación de recursos de coo-

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