La 4T bajo la lupa

— 70 — Latina —Argentina (1947), México (1953) o Colombia (1954)— la concesión del sufragio para las mujeres se hizo desde un cálculo de regímenes que buscaban mostrarse modernos o que intentaban alentar una legitimidad gubernamental que estaba de capa caída y que, para todo ello, confiaban en un comportamiento político conservador de parte de ellas (Cano, 1996: 353-354). Sin duda pues, hoy sabemos que el movimiento contracultural desplegado durante los años comprendidos entre 1960 y 1980 sería fundamental para el crecimiento en número de participantes, así como para la perfilación identitaria y la construcción de derroteros que buscaban denunciar y enfrentar a las culturas de género patriarcales y androcéntricas en nuestros territorios. Es de resaltar que, recibiendo el influjo del Movimiento de Liberación Sexual que se asentó en Estados Unidos y Europa Occidental, desde finales de los años sesenta surgieron en la región espacios en los que se reflexionó sobre la condición femenina más allá de la legislación igualitarista en la que a tropezones ya se había avanzado —en especial en torno a derechos políticos y civiles— y en los que se pensaron y diseñaron nuevas agendas de exigencias de las mujeres y, con ello, nuevos lugares de acción y repertorios de resistencias. Se extendieron por esa vía, entre otros, “grupos de autoconciencia” en Costa Rica, Colombia, Ecuador y Argentina para dimensionar el trato diferenciado y los límites de acción que pesaban sobre las mujeres en todos los ámbitos —incluyendo los privados, domésticos e íntimos que antes no habían sido considerados como zonas de trato en desigualdad (Chejter, 1996)—, múltiples debates sobre las violencias ejercidas contra la mujer, la sexualidad femenina, el acceso a los métodos anticonceptivos y el deseo o no de maternar (Felliti, 2010), retadoras muestras de arte que hacían crítica de la cosificación sexual y de la exclusión cotidiana de las mujeres (Rodríguez, 2015) y nuevos foros de encuentro nacional e internacional que se estabilizarían en las décadas siguientes. El llamado feminismo de segunda ola, como vemos, puso en la región el acento en la construcción cultural que se había hecho de las mujeres en las sociedades latinoamericanas. Decretó así que no existía una barrera natural que les impidiera a ellas vivir en condición de iguales a los varones: para superar la vulneración a la que estaban expuestas, señalaron, se necesitaban acciones puntuales contra el rezago al que ellas habían sido culturalmente condenadas entendiendo además que tales acciones debían hacerse en todos los planos de la socialización. Se creaba una nueva base para la movilización y se entendía también que el trabajo necesario para la modificación de las estructuras excluyentes de lo femenino era de mayor aliento que el empleado en las luchas parlamentarias. Con tales bases de análisis las feministas latinoamericanas de los años setenta se tomaron las calles, las plazas, los micrófonos, fueron cada vez más visibles y afirmaron que “sólo las mujeres tienen derecho a definirse, rechazando toda determinación proveniente de la construcción androcéntrica de la superioridad del hombre sobre las mujeres y la naturaleza” (Gargallo, 2004: 88). Al mismo tiempo, otras tantas mujeres se sumarían en esta época a la denuncia y lucha contra los regímenes autoritarios y militares presentes en la región (Feijoa, 2002).

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