La 4T bajo la lupa

— 72 — peración internacional o de los presupuestos gubernamentales que “concesionaban” actividades contenidas en la clasificación general del trabajo social (Álvarez, 1997). A ello se sumó en esos años un resentido proceso de institucionalización del feminismo en los centros de investigación y de alejamiento de sus académicas con la crítica y los movimientos populares de mujeres de base (Tarrés, 2002: 125). La perspectiva de género pasó así a estabilizarse como forma de análisis social y de planeación pública, sin necesariamente acarrear propuestas más atrevidas de transformación social y/o acompañadas por las demandas en aumento de los feminismos que se sostenían en el trabajo más periférico (Hernández, 2008; Segato, 2010). Por esa vía el alcance de la crítica feminista en la región se diluía y México no escapaba de ese proceso: si el Estado y las instituciones ya habían “digerido” las demandas feministas, parecía decirse, no había lugar para la crítica o para el desafío de lo pactado o lo ya hecho, se insinuaba entonces que era hora de apaciguar los reclamos. No obstante, en el país en particular se levantaría una voz por fuera de las instituciones que atravesando la década de 1990 y de los años 2000 ponían de presente el drama social modelado por los recurrentes asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez (Chihuahua), un drama que mostraba que la desigualdad entre los géneros se mantenía y que mostraba allí su peor rostro pese a los discursos igualitaristas institucionalizados. El registro y denuncia de tales homicidios realizado por activistas independientes hizo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, utilizando por primera vez la perspectiva de género, atribuyera en la Sentencia del Campo Algodonero (2009) responsabilidades al Estado mexicano por haber caído en omisiones para prevenir los delitos de violencia contra las mujeres y no garantizar la vida, la integridad y libertad para ellas (Vásquez, 2010). A su activismo también se puede conectar la publicación de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia en el país (2007) y la tipificación del feminicidio en el Código Penal Federal (2012). Así pues, teniendo en cuenta estos claroscuros, podemos deducir que a inicios de la década del 2010 se asistía en América Latina a una suerte de crisis del movimiento feminista en su talante crítico, una que requería vencer las cooptaciones burocráticas y políticas y tomar una posición evaluativa más exigente frente a los cambios que con respecto a la vida en equidad para las mujeres se habían operado a la fecha. Un talante que sí se mantenía en los activismos no coaptados por las instituciones que denunciaban las transgresiones más ominosas contra las mujeres verificadas en los feminicidios enMéxico y que seguían apegados a la realidad más que a los cambios normativos. Adentrémonos ahora sobre este panorama al análisis de esa movilización que no se conforma con la respuesta institucional reducida a la norma o la planificación y que desde 2017/2018 ha revitalizado al movimiento desde un nueva y fortalecida interpelación contracultural que retoma y proyecta las denuncias de los colectivos que señalaron y dieron nombre a la violencia feminicida. Una movilización de síntesis de los claroscuros de la que le precede y que denota que el patriarcado está aún en pie y en actitud feroz en la región.

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