71 construyeron una tarima donde colocaron una mesita y una silla. Entre los visitantes escuchaba frases como “Es insólito, viola toda moral y decencia con un crudo del atavismo”; “Muestra un canibalismo existencial, un actuar autodestructivo que recuerda al accionismo vienés”; “Sin duda es epígono de Orlan, manifiesta ese carácter provocador del carnal art”; “Su performance es una denuncia a la sumisión femenina a los cánones de belleza a los que la mujer se encuentra mancipada”; “No, no, es más bien una sátira a los tropos literarios, su actuación es un autoexamen metalingüístico que trasciende la carne”; “Logra transmitir la inmovilidad pavorosa de Abramovic”. Y demás sandeces en diferentes idiomas y nombres raros de señora y señores que de seguro conocerán en sus casas, de los cuales no hago mención por serme falible la memoria. De pronto se acercó una niña. Era el momento de inspirar a las juventudes para que escaparan de las huestes de la fealdad, era el momento de hace brotar la voluntad de mejorar el semblante humano en sus pueriles mentes. Pero la niña hizo algo que no esperaba. Me miró fijamente y después de unos segundos de contemplación, lanzó una risa, una risa fría, cínica, una risa cruel, con esa crueldad descuidada que sólo pueden tener los niños. Me quedé helada. A mí alrededor todo se nublaba, sentía que los demás se reían junto a esa malcriada y me miraban con sorna. Nunca me gustaron los niños, no sólo por su naturaleza impertinente y destructiva, sino por las secuelas que su crianza deja en los cuerpos de la mujer. Por eso nunca tuve hijos, ni me casé, por eso nada. Y esa chiquilla llegó con el descaro que confiere la inocencia a reírse de la más grande creación concebida por la naturaleza, la ciencia quirúrgica y la metalurgia. ¡Qué sabría esa mocosa de belleza!, con esos dientes chuecos y ese moco que le colgaba. ¡Qué sabría de belleza alguien que es feliz revolcándose en su ignorancia!, que ignora y se pavonea en su insignificancia. Pero ahí estaba
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