La 4T bajo la lupa

— 108 — amplía. A contracorriente de esta visión, se pone énfasis en el papel que juegan en la producción del espacio por el capitalismo, cuya necesidad de acumulación profundiza las necesidades de territorios con sus bienes y recursos, y que se materializan gracias a un Estado gestor y clases con poder económico y político que, en conjunto, despojan, controlan y dominan el territorio. Ante esta ola extractivista legitimada por un discurso de justicia social y promoción del bienestar, se expresan movimientos sociales con un sustrato comunitario rural, campesino e indígena en articulación con amplios sectores de la población, animados por una preocupación por el ambiente y la existencia misma de la vida, dadas las transformaciones radicales de los territorios trastocados en sus formas tradicionales de relación sociedad-naturaleza, vocaciones de uso de suelo, actividades que dan sustento a las personas y la organización territorial heredada de pueblos originarios. Precisar esta diferencia es relevante para desneutralizar la visión de los megaproyectos como una necesidad social, pues se invisibilizan actores, intenciones, pretensiones políticas, discursos e ideologías tras de un proyecto de apropiación de la naturaleza y la sociedad con profundos impactos sociales, culturales y ambientales, por lo que generan organización, oposición, resistencia y movilización de las poblaciones afectadas, las que en algunos casos han logrado suspender su construcción. En el mismo sentido, evidencia que la transformación de los territorios rurales y urbanos, reestructurados y refuncionalizados con nuevas actividades, relaciones, lógicas y formas que aseguran su uso más rentable y con mayores ganancias, excluye a los actores locales dado que sus necesidades, visiones y vidas son prescindibles y secundarizadas a las necesidades de reproducción del capital (Velazquez, 2016). Desde la lógica del capital ha sido necesario incrementar las condiciones para su acumulación y reproducción, lo que necesariamente implica el aumento en los ritmos de extracción de materias primas que afectan de manera contundente la resiliencia de los ecosistemas. La expansión de la globalización ha impuesto la creciente explotación de los recursos naturales que desequilibra los procesos naturales y han generado impactos cada vez mayores y creado graves problemáticas socioambientales (Leff, 2010). Esta dinámica refuerza el papel históricamente asignado para el país: proveedor de bienes y riquezas en la división del trabajo internacional. A partir de la década de 1990 se sentaron las bases, desde las políticas de ajuste estructural dictadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) —neoliberales y privatizadoras—, para la construcción de zonas residenciales, equipamiento urbano, turístico, educativo y comercial, bajo un discurso que enfatizaba el aprovechamiento del potencial de diversas regiones para el beneficio nacional con la participación de grandes capitales externos, lo que permitió sentar las condiciones normativas para la expresión de nuevas etapas asociadas al extractivismo durante el siglo XXI. Con esto se apunta a la permanencia de los megaproyectos con una línea discursiva continua; la visión convencional del desarrollo como crecimiento económico y progreso

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