84 Ojos marrones En todos mis años como profesor, nunca había experimentado un hecho tan extraño. Dejó helándose mi sangre, mi miedo es tanto que incluso ahora, mientras escribo estas líneas volteo entre punto y punto para cerciorarme de que aquellos finos ojos marrones no surjan desde las tinieblas. Sucedió en un día como cualquier otro, en los ventanales se proyectaba un cielo gris, pero no lo tomé como ominoso augurio, nunca he sido de esas personas que en los más leves asuntos de la vida encuentran el sino de su existencia. A partir de ese día, dejé de creer en asuntos tomados como verdades irrebatibles, y empecé a creer en los misterios que yo tomaba por absurdos. Empecé mi clase a su hora, con los quince minutos de tolerancia y el grupo casi completo. Revisábamos la arbitrariedad del signo lingüístico; pasados veinte minutos, la puerta se abrió con estrépito, supuse como reacción al viento que corría. Pero entonces, ay, debí fijarme, las hojas de las ramas apenas si bailaban al ritmo de un calmo soplo. Uno de mis estudiantes se paró a cerrar la puerta, pero sin siquiera tocarla volvió a su asiento. A su regreso, asomó sus bigotes un pequeño gato pardo y entró. Mis estudiantes parecieron ignorar la presencia del extraño visitante, absortos a los apuntes del pizarrón, en ese momento quise pensar. Señalé al gatito, postrado ante la puerta, pero veo con claridad que tomaron mi gesto en un principio como algún ejemplo más de la clase. El animalejo me observaba con sus marrones ojos, a su voluntad se extendía el abismo en ellos; en esa oscuridad me vi reflejado, desnudo. Para ocultar mi vergüenza, me acerqué unos pasos para acariciar a la bestia. Y antes de poder acercarme más, dio un salto posándose con gracia sobre uno de los pupitres. No sé qué maña habrá tenido el gato para no dejar de reflejarme en el abismo caótico de sus ojos. Ante sus movimientos, esperé algún estímulo de mi público, pero no se fijaban en el gato, sino en mí, en mis perturbados gestos. El salón
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