Rúbricas 8

24 Primavera 2015 Las recientes reformas constitucionales aprobadas por el Congreso de la Unión, particularmente la reforma energética, atentan de manera abierta contra los derechos de propiedad, gestión y manejo sociales del territorio, privilegiando los derechos y prerrogativas del sector privado sobre los del sector social y el sector público de la economía. Pese a las profundas implicaciones de dicha reforma, entre las que se cuenta la semiprivatización de las industrias petrolera y eléctrica, que durante casi ocho décadas han formado parte del patrimonio y el horizonte identitario del pueblo mexicano, la oposición política y ciudadana no logró articularse para frenarla, y el debate público sobre el tema energético se vio opacado por la intensa campaña de propaganda del gobierno federal sobre las supuestas bondades de la reforma. ¿Cómo fue esto posible? ¿Por qué las mayorías legislativas apoyaron prácticamente sin chistar estos cambios estructurales promovidos por el Ejecutivo? ¿Qué provocó que la protesta y el activismo social no prosperaran, ni siquiera para mitigar la dureza de la reforma a través de sus leyes secundarias? ¿Cómo articular estrategias de resistencia, de acción transformadora, en un contexto donde parece prevalecer la estrategia de inmovilizar/desmembrar a la sociedad a través del miedo? Sin pretender dar respuesta cabal a estas preguntas, en este artículo exploro los factores y articulaciones hegemónicas que favorecieron tan grave desenlace, así como las consecuencias que traerá la aplicación plena de la reforma energética para los territorios y poblaciones rurales que conforman el sector social de la economía, reconocido por el Artículo 25 de la Constitución mexicana y la reciente Ley de Economía Social (Reglamentaria del Párrafo Séptimo de dicho Artículo). Finalmente, presento una reflexión en torno a las luchas hoy presentes en defensa del territorio y de la vida, y los retos que enfrentamos como sociedad para articular propuestas que las potencien en beneficio de la mayoría. Bienes y recursos de uso común: su significación sociocultural y ecológica El ataque concertado a los bienes comunes mediante políticas públicas que favorecen su privatización o –en menor número de casos– el control estatal sobre ellos, tuvo su piedra angular en los argumentos plasmados por Garrett Hardin en su famoso artículo “La tragedia de los comunes” (Hardin, 1968, citado en Ostrom, 2011). El argumento central de Hardin es de sobra conocido: el aumento de la población y la tendencia de cada individuo a maximizar los beneficios propios siempre que sea posible, conduce inevitablemente a la sobreexplotación de los bienes comunes. Esto, tarde o temprano, desembocará en “tragedia”, es decir, en el agotamiento de dichos bienes. La única solución, entonces, es privatizarlos o ponerlos bajo el control del Estado. Elinor Ostrom (2011), premio Nobel de Economía 2009, rebatió el argumento de Hardin, demostrando con abrumadora evidencia empírica que el uso común de los recursos, bajo condiciones y reglas adecuadas, no los condena al agotamiento o destrucción, sino todo lo contrario. Ostrom reconoció que la tragedia de los comunes puede ocurrir fácilmente en los bienes de uso abierto, cuando no existen derechos de propiedad/acceso, y reglas de uso acordadas y respetadas por los usuarios, ni vínculos sociales que permitan la comunicación entre ellos. Así, la distinción conceptual entre “acceso abierto” y “uso común”, que Hardin ignoró por completo, para Ostrom resulta clave para comprender y explicar la lógica de las instituciones informales de acción colectiva, como sería el caso de las comunidades que aprovechan los recursos naturales en su territorio, bajo reglas establecidas de manera consuetudinaria. En México, dado el alto porcentaje de los territorios agrícolas y forestales que pertenecen a ejidos y comunidades indígenas, resulta indispensable reconocer la La reforma energética atenta de manera abierta contra los derechos de propiedad, gestión y manejo sociales del territorio, privilegiando al sector privado

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