Gaceta de Literatura IBERO Puebla

Gaceta de Literatura IBERO crónica • ensayo • cuento • poesía • fragmento • écfrasis • reseña • fotografía • ilustración • marginalia Otoño 2022/Núm. 01 Guérard, Henri, Ma Main Coupable. Bibliothèque nationale de France.

15 Lo más impactante es que aún se conservan, en la pared exterior, los balazos del 18 de noviembre de 1910, vísperas a la Revolución. Alrededor de cincuenta agujeros se distribuyen por toda la fachada y remiten al bullicio que debió provocar una confrontación armada, nada que ver con el silencio que en este día caracteriza la calle, como si la solemnidad, al final de la batalla, se hubiera quedado instalada. Los hermanos Serdán son coetáneos de los hermanos Flores Magón de Oaxaca, ambos opositores de la dictadura de Porfirio Díaz, agotada después de 35 años de gobierno ininterrumpido. En Puebla todo empezó el 18 de noviembre cuando un jefe de policía, con una tropa, quiso entrar a la casa del revolucionario Aquiles Serdán a inspeccionarla para buscar armas y propaganda, por lo que sus hermanos Carmen y Máximo, con un grupo de casi veinte personas más se enfrentaron a la autoridad. Días antes habían recolectado algunas armas para usarlas el 20 de noviembre, día que iniciaría la Revolución. La balacera duró varias horas por lo que tuvieron que llegar refuerzos de más de mil soldados. Los hermanos Serdán perdieron la batalla. El movimiento de 1910 quedó congelado en el tiempo y desvencijándose en un museo. El guía, que lleva camiseta roja y cubrebocas, sale a la puerta con sus brazos caídos y con una mirada de desamparo, a buscar a algún turista o poblano interesado por su historia, que quiera entrar a escucharle su básica perorata sobre la Revolución. O tal vez esté resignado a la idea de que ya no hay Revolución, porque la que hubo quedó encerrada en un museo y ya no habrá más. Solo se encuentra con una cámara fotográfica apuntando a la casa y a su figura y no le queda más que abdicar. El sol de la tarde ilumina la casa de la Revolución y como en una obra de teatro, los personajes parecen bajar el telón y dejar una estela de silencio fúnebre y al solitario guía con la angustia de un día más sin visitantes. El guía, que lleva camiseta roja y cubrebocas, sale a la puerta con sus brazos caídos y con una mirada de desamparo. Calle de la Revolución. Puebla. Bibiana Ramírez. Mario Ernesto Patrón Sánchez / Rector • Lilia María Vélez Iglesias / Directora General Académica • José Adalberto Sánchez Carbó / Director del Departamento de Humanidades • Sebastián Pineda Buitrago / Coordinador de la Maestría en Literatura Aplicada • Diana Jaramillo / Coordinadora de la Licenciatura en Literatura y Filosofía • Tatiana Vázquez Niconoff / Jefa del Laboratorio Editorial Coordinación, edición y diseño: Bibiana Ramírez Betancur • Daniel Wence Partida • Daniela Rico Straffon • Gerardo Álvarez Palau • María del Consuelo Ávila Vaugier • Mauricio Builes Gil Los textos de esta gaceta son responsabilidad del autor. Las opiniones expresadas no necesariamente reflejan la postura de los editores de la publicación. Se editaron e imprimieron 100 ejemplares en el Laboratorio Editorial de la IBERO Puebla. Ejemplar gratuito, prohibida su venta. Henri Guérard Nació en París en 1840 y murió en la misma ciudad, en 1883. Crítico de arte, poeta, coleccionista, ilustrador, pintor e impresor. Fue alumno de Manet, y vicepresidente de la Sociedad de Pintores y Grabadores de Francia. Fue colaborador de la Gazzette des Beaux-Arts. Guérard, Henri, Chat Noir Sur Un Journal. Biblioteca Nacional de Francia. • Envía tus participaciones literarias o artísticas a: gaceta.literaria@iberopuebla.mx La literatura sirve, decía Simone de Beauvoir, para revelar el mundo y, al mismo tiempo, para superar la distancia con el otro, para escuchar una voz singular que no soy yo. Por esta razón se publica esta primera Gaceta de Literatura Ibero Puebla, en la que colabora su comunidad universitaria: escritores de diversas áreas y especialidades que manifiestan su relación con un mundo en particular y lo quieren compartir. Es una gaceta en honor a la tradición literaria de nuestra sociedad mexicana del siglo xviii, cuando se publicaba la primera Gaceta de Literatura de México, en un contexto de incertidumbre por la aplicación de reformas borbónicas. La esperanza se filtraba en la creencia de que los pueblos podían alcanzar el desarrollo de la cultura, la ciencia y la tecnología, en parte, por la circulación del pensamiento ilustrado. Las gacetas, pues, eran impresos que se caracterizaron por su riqueza temática: una vasta fuente de información para los estudios políticos, religiosos, sociales y culturales de la sociedad novohispana. En un ejercicio literario contemporáneo —editorial, académico y lúdico—, los y las estudiantes de la Maestría en Literatura Aplicada hicieron posible el surgimiento de este impreso, producto del Laboratorio Editorial, que guarda similitud con sus antecedentes por el entusiasmo de abonar a la comunidad universitaria, desde la escritura reflexiva y literaria, una visión estética, ficcional para entender y abrazar el momento actual. Por lo tanto, queda abierta la invitación a participar en las siguientes ediciones. Diana Jaramillo dianaisabel.jaramillo@iberopuebla.mx 14 Bibiana Ramírez bibiana.ramirez@iberopuebla.mx La calle está solitaria para ser una de las más importantes de Puebla. Son las cuatro de la tarde de un lunes en la avenida 6 Oriente, donde queda el Museo de la Revolución Mexicana. Apenas se aproxima un carro a paso lento, una mujer pasea un perro, aunque se nota que él la arrastra a ella por la inclinación de sus cuerpos. Un par de caminantes pasan de prisa, esquivando la hilera de bolardos que, como pequeños vigilantes, no permiten que los carros se estacionen ahí, afeando la calle que más bien parece un muelle sin mar y sin barcos qué sujetar a estos. Un claro cielo azul contrasta con los verdes, naranjas y rojos que adornan las fachadas de esta calle que aparenta ser silenciosa en el primer día de la semana y en pleno corazón del centro de la ciudad. Nubecitas blancas sobresalen entre esa claridad y por poco se parecen, en su forma, a las fumarolas que está soltando constantemente el Popocatépetl. En un primer plano está la histórica casa de los Hermanos Serdán. Esta construcción es la que mayor altura posee. Fue inaugurada como museo en 1960. Al costado izquierdo de la entrada de la casa hay una placa ilustrativa, y en dos cortos párrafos, con traducción al inglés, se lee un escueto resumen de lo que pasó allí. En el suelo resalta otra placa, de gran tamaño, donde se conmemoran los cien años de la batalla: 1910-2010. Gaceta de Literatura IBERO Gaceta de Literatura IBERO crónica • ensayo • cuento • poesía • fragmento • écfrasis • reseña • fotografía • ilustración • marginalia Otoño 2022/Núm. 01 • •

13 Jessica Rodríguez Reyes jessica.rodriguez.reyes@iberopuebla.mx Un fantasma alberga mi corazón, vive encarnado en cálido recuerdo. El momento marca que el tiempo pierdo, tu partida me arroja al desazón. El hubiera ya no hace quemazón, pues aun cuando todo parece incierto amándote prometo que no has muerto, sanando el dolor que deja hinchazón. Aceptaré eso que solo Dios sabe, lo que ahora he de sufrir por amarte. Mientras en mi memoria aún te grabe, tal vez mi ser no pare de buscarte. La espera no aparenta ser tan grave, hasta allá en el cielo pronto encontrarte. gallica.bnf.fr/ Biblioteca Nacional de Francia. Limbo entre dolor y amor 4 nadie desea que las palabras caigan al vacío Gaceta de Literatura IBERO Gaceta de Literatura IBERO 5 José Luis Camacho Gazca joseluis.camacho@iberopuebla.mx Se le han atribuido al lenguaje y a sus constructos las más hábiles comparaciones. También las más disparatadas. Se han comparado las palabras con los bálsamos, con las plumas de un ave, con la risa de Dios, con las caricias o los gestos reverentes. Se han asimilado con armas de toda índole, con los propósitos más variados: penetrar los corazones, romper océanos de hielo, lanzar dardos ardientes o hacer retumbar la tierra. Se les ha dado el poder de curar o de herir, de otorgar autoridad y de arrebatarla, de ensalzar y de humillar. Se les ha reconocido como el armazón de mucho de lo que nos sostiene, de lo que nos hace aspirar a algún tipo de plenitud, de lo que nos motiva a dar batalla un día más y a plantar cuando no hay ninguna posibilidad a la vista de cosechar. Con palabras construimos razones para no caer, motivos para evitar la desesperación, llamadas de auxilio y salmos de agradecimiento. Y podemos diferir sobre su origen, ya sea que pensemos que son un don que viene de lo alto o que son lo único que nos hace distintos a la flor y la bestia. Sin embargo, sí podemos afirmar que hay consenso sobre su destino: nadie desea que las palabras caigan al vacío. Deseamos que retengan su dignidad y poder sin importar si son pronunciadas en el altar o en la mazmorra. Sabemos esto porque las palabras tienen también una condición trágica: su poder es proporcional a su vulnerabilidad. Pueden ser usadas, vejadas, despojadas, desechadas o ignoradas. Frecuentemente se convierten en mercancía o se extravían en el flujo de un aparato que las convierte en pixeles. Pero aún, pueden desatar al mal, conjurar una maldición o mover los corazones a una zona gris donde nada germina. Escribo esto en un momento en el que las palabras podrían, en cualquier momento, hacer llover fuego sobre millones de personas. En instantes como éste, pienso que esa posibilidad está ahí, en parte, por lo que las palabras han perdido. Si las palabras no pueden salvarnos es porque las hemos vaciado de contenido. Incluso las más importantes, las que en otro tiempo alguien nos propuso como algo por lo que valía la pena dar la vida. Y si no nos sirven ya de nada, es posible que muchos caigan en la insolencia de pensar que ya no vale la pena estar aquí. Yo quiero estar aquí a pesar de que sea un lugar frío y difícil, donde las palabras bellas deambulan entre espectáculos grotescos. Quiero estar aquí para que las palabras caigan donde puedan dar fruto. Si no lo logran, abrazaré momentáneamente el silencio. Y eventualmente, volveré a la palabra. Editorial 12 María del Consuelo Ávila Vaugier consuelo.vaugier@gmail.com Me habito, me zambullo en un río de estrellas para nadar en las suaves aguas de la soledad. Las voces a mi alrededor callan, recorro el sendero iluminado con velas que lleva a mi astral interior, para descubrir el jardín de hinojos donde mi yo se adentra en su sombra. José Pablo Benítez Ruiz josepablo.benitez@iberopuebla.mx El viejo roble del bosque se desplomó a mis espaldas; sin embargo, no produjo sonido alguno al momento de impactar con el suelo. Por supuesto esto no tiene sentido, pues si yo estuve ahí y pude haberlo escuchado, el árbol hubo de producir, de facto, algún tipo de ruido. Mas no lo hizo. Y de ello sólo puedo inferir una cosa: que el roble no existe ni existió jamás, ni cayó en medio del bosque para ser percibido por nadie. Por esta razón no resonó en el soto, y no generó en mí ningún tipo de impresión. *** No obstante, el hecho es que el árbol cayó, pues se encuentra ahora mismo frente a mis ojos. Abatido, derribado, aliquebrado; pero allí. Por ende, puedo suponer que se desplomó y, al hacerlo, hizo retumbar con violencia los oídos mismos de la tierra. Y aun si yo no lo noté, alguien debió de estar ahí para presenciar el estrépito. Quizás fue Dios, o tal vez fue el roble quien escuchó su propio caer. De cualquier modo, es indiscutible: el roble existe, cayó, y, al hacerlo, produjo algún tipo de sonido. Luego, si el árbol existe y resonó, la única explicación posible al porqué no le escuché es, en verdad, que yo no existo. Más aún, que jamás lo hice. Q.E.D. NOÚMENON Cuando me habito

11 Pero sigo avanzando. Mi rostro se tensa y las personas a mi alrededor me miran con morbo, como si pudieran ellas también sentir el músculo que palpita exigiendo tregua. No paro de revivir las veces que pasé por esto en el pasado: el olor del quirófano; la sensación de mis pies descalzos en la banda eléctrica; mi piel quemada por ungüentos y cintas con pegamento; mi cuenta bancaria por los suelos, y la mirada idiota de la mujer de los seguros diciéndome, en su lenguaje de abogada, que me vaya a la mierda. La fobia a mi propio cuerpo secuestra mi respiración. Mi pulso se desboca y de repente soy consciente de venas que normalmente prefieren vivir en el anonimato. Ya van nueve kilómetros. Ahora es el maldito socarrón de Henry Rollins y su cuerpo perfecto quien se burla de mí con la letra de «Gimmie Gimmie Gimmie», de Black Flag. Diviso mi punto de salida, ese que tengo memorizado como la esquina exacta en la que termina una carrera de diez kilómetros con seis vueltas a la cuadra. Una agujeta pérfida se libera del nudo y me hace trastabillar. Caigo a un costado de un coche con el motor encendido. La sangre de mi rodilla se mezcla con la mugre en mis manos y la basura de la avenida, además del bloqueador y el sudor. Una lágrima extraviada corona el lodazal que cubre la nueva herida, y todos los sonidos se esfuman para dar paso a un timbre agudísimo en mi oído. Carducho, Vicente, Demonio. Biblioteca Nacional de España. 6 Cuarenta días de dolor Mauricio Builes mauricio.builes@iberopuebla.mx 1. Juan, ¿estás bien allí? 2. Muchos años después nos preguntaremos, cuando esta guerra haya terminado y otras siete hayan iniciado, ¿Qué recordamos de esta época?, de estos cuarenta días juntos en Varsovia y Nueva York, de estos días de dolor y manos empuñadas, de camillas, de opioides, de sangre y de mierda, de trenes, ambulancias y enfermeras, de gritos urgentes, de gritos de auxilio, secos, tristes y ahogados. ¿Qué recordarás tú, Juan? Los cantos de las mujeres ucranianas cuando te evacuaron de Kiev, o la metralla atravesando las latas del auto donde viajabas con Brendt y su cuello roto-ensangren- [Kintsugi] Daniel Wence Partida daniel.wence@iberopuebla.mx El kintsugi es una técnica de restauración japonesa aplicada tradicionalmente a la cerámica. Consiste en unir los pedazos de un objeto de cerámica roto; el resultado es una pieza similar pero distinta a su forma original. Única. Para conseguirlo, los artesanos japoneses utilizan como pegamento un barniz de resina espolvoreado con oro o plata. Si queremos comprender el principio del kintsugi es importante entender que una pieza rota no volverá a ser la misma y aprender su valor, su belleza nueva. Yo he levantado los fragmentos de este objeto que soy. Trozos que se han desperdigado a lo largo de mi edad: unos estaban allá, debajo de la cama de mis siete años. Otros en el ropero a los catorce. Otros, en el cuarto solo de los veintiuno. Y otros más en la sonrisa resurgiendo a los veintiocho como quien sale, por fin, de su escondite. En mis brazos están las grietas, que brillan con los años ante mí. Son inscripciones que relatan mi historia. Las cicatrices, entonces, ya no me duelen. Esta edad me ha revelado que el cuerpo doliente es hermoso. Que podemos apreciar las cicatrices aunque nos hayamos dicho antes que somos rotos. No creo en la belleza intacta y creo, en cambio, que la rotura puede tornarse brillante si la tratamos con nuestras propias manos o palabras. 7 tado, o las sirenas anunciando los bombazos sobre Leópolis, o la voz de los Médicos Sin Fronteras que decidieron abrirte una, dos, tres veces; o el video de Morgan Friedman recitando el poema de William Henley que repetías cuando la muerte estaba al lado, o el bip-bip-bip de las máquinas conectadas a tu cuerpo tan blanco, o el momento previo a la emboscada en el que decidiste sentarte atrás, o la jeringa amarilla con la que te inyectaron en todos los hospitales, o la congoja simple, o el abandono en aquel hospital de guerra en la que te sentiste el hombre más solo del mundo ¿Recordarás mis doce llamadas ese domingo desde México? ¿Qué recordaré yo, Juan? El primer abrazo, las uñas sucias con tierra negra y sangre seca («es la sangre de Brendt»), las heridas tan hondas, las venas tan perforadas, los párpados tan arrugados, la anemia en el rostro, las llamadas de tu mamá con ruegos porque le dijera la verdad, las tardes y la ansiedad, las noches y la fiebre, el avión miniatura que atravesó medio mundo para llevarte a un lugar seguro, el beso que me lanzaste desde la camilla cuando el avión despegó, los treinta minutos en un aeropuerto perdido de Islandia, su viento huracanado, los trece agentes del FBI que nos esperaban en la pista de Teterboro con preguntas que apuntaban como armas: ¿Qué hacía en Ucrania? ¿Qué relación tiene con el muerto? ¿Qué pasó ese día? ¿Quién disparó? La médica que decidió enviarte a casa con el dolor más cruel, las lágrimas cuando entraste a casa en el piso once, tu mesa de noche con pastillas azules, blancas, amarillas, cuadradas, circulares, ovaladas, la enfermera china, la venezolana, la de pelo rizado, la rubia, la negra, la gorda, la amorosa, la preocupación por la vida de tus bonsáis, la fiebre alta, la carne desgarrada en la herida, los vendajes con aguasangre, mi frustración, el cansancio, tus ojeras que nunca se fueron, el último abrazo. 3. Vamos a recordarlo todo: que somos amigos. Aeropuerto Chopin de Varsovia. Mauricio Builes. 10 C A E R Roberto Pichardo Ramírez roberto.pichardo.ramirez@iberopuebla.mx U De un momento a otro, soy consciente de que mi ritmo es peor que al principio. Me llevo la mano al muslo izquierdo. Duro como ladrillo. Palpo el derecho. Normal. El escozor en la ingle zurda arrecia y trato de bloquearlo de mi mente con los gritos guturales que salen de los auriculares inalámbricos. Siempre me ha gustado hacerle frente a mis inseguridades con la música más rápida y brutal que pueda encontrar. Es el grupo Pupil Slicer el que me saca de mis pensamientos y me arroja a los instintos básicos de supervivencia. You will suffer! You will suffer! You will suffer!, ladra la vocalista, una mujer que bien podría haber asesinado a alguien en el estudio de grabación mientras hacía las voces de «Wounds Upon My Skin». Otra vez me tomo la pierna maltrecha y mis movimientos se vuelven torpes. El rebote del piso se agudiza y mis pasos pierden firmeza. «Tienes que observar una línea recta. Paso firme. ¡Paso firme!», decía un instructor de internet. El sudor de mi frente se abraza al bloqueador y se desliza desde el centro de mi frente hasta el centro de mi nariz aguileña. Van ocho kilómetros. La meta del día es correr diez. El nudo en la nalga del kilómetro tres descendió al tendón de Aquiles en el kilómetro seis. De ahí ha bailado por toda mi pierna como lava encapsulada en cristal. Pero sigo corriendo. El pánico de una nueva rotura me empuja a barrer la acera con los espectros de las lesiones pasadas. Ahora son los Slayer quienes marcan mi cadencia con su iconoclasia de inspiraciones satanistas. La violencia de Tom Araya me perfora los tímpanos y espero el momento en que el cantante estalle en mil pedazos entre el azote de guitarras y batacas. Del pinchazo paso a sentir una gota helada que me recorre toda la pierna, desde la ingle hasta el talón. Me palpo y no encuentro nada, solo la mugre de la mancha urbana acumulada en mis manos, igual que en mi aliento ácido. Enseguida, por el mismo trayecto que la gota fantasma, desciende un hormigueo parecido a un mareo, como el estruendo de un relámpago que estremece los cristales de las casas de campo.

9 Regresé a casa, la calle estaba sola y hacía harto frío, lo que no impidió que mi antojo llegase aún caliente. Un trago de coca pa’ abrir garganta y un eructazo. Abrí la cemita, su sabor era, pues, normal, vaya, nada del otro mundo, ni malo ni bueno, ni excelente, ni regular, le puse salsa a ver si levantaba y lo hizo: se compuso tantito. Un mordisco, dos, tres más, hasta que me acabé la primera. Más coca, más eructos, ¿sigo con hambre? mmm creo que sí. Abrí la segunda y le di el primer mordisco... Repentinamente, a mi mente regresaron los recuerdos del crucero y del carrito, los detalles de la pintura, el suelo sucio, los ingredientes al aire libre, a merced de los microorganismos y hasta del mismísimo Covin diecinueve; vi de nuevo la cuchara doblada, los pelos despeinados de «La Tía» y su postura desgarbada, recordé el tono chilango un tanto desagradable del taquero, pero sobre todo, vi muy claramente la imagen del guacamole ya viejo, casi negro que le embarraban a mi cena y en cámara lenta, mi subconsciente, antes cegado por el hambre, me hizo ver la repetición mental de cómo el improvisado chef, bajo la luz de neón verde, colocaba con mucha pericia y con las manos quizás limpias, la cebolla, el cilantro y, por qué no, la propia carne. Se me cerró la garganta, paré de comer, me di un trago de coca y ya no eructé, confundido, me acosté a dormir. Lo bueno fue que no me dio diarrea, sino gripa. Cemita poblana. Bibiana Ramírez. 8 Daniel Oscar D’Aubeterre Rangel daniel.daubeterre.rangel@iberopuebla.mx Anoche, movido por el hambre, decidí salir a la esquina por una cemita al pastor. Al llegar a la encrucijada que separa el Oxxo de la gasolinera y del camino a Coronango, advertí que tanto los de Suadero como los «Al pastor» que pretendía comer del «Sabrobroso», estaban cerrados. Fue así como me di cuenta de que el único changarro abierto hacia las 12 de la noche en mi barrio, era el de «La Tía». Es una esquina que no suelo cruzar; un terreno ya polvoso por el que pasan muchos camiones cerca, los perros tampoco pasan, se regresan, y tiene un aire lúgubre y extraño, sin embargo, la tripa pudo más y crucé. Ahí estaba la Tía, una señora bajita y despeinada que parecía estar pelando ajos, el taquero (que a lo mejor es su yerno) y su hija. Es un carrito blanco y viejo, remendado, chocado, pintado y repintado, mil veces remendado, que flota sobre el pavimento reposando sobre blocks de concreto. Así, con la valentía de quien ya ha cruzado hacia la zona de lo desconocido e inesperado, pedí dos cemitas de bistec, evidentemente con todo y para llevar. Mientras esperaba, otro hambriento, confiado y desconocido caníbal, detuvo su carroza Chevy para pedirse senda ración de tacos, lo cual incrementó mi certeza de que todo estaría bien. Cuando estuvo la orden, pedí salsa de cacahuate, cortaron los limones en mil pedacitos pequeñísimos (porque se disparó el precio) y hasta con rábano, me dieron mis dos cemas. Todavía estaba abierto el «Mambo», la otra tiendita, así que pasé por la respectiva coca (pa’ que resbale). Literatura para hambrientos daniel.daubeterre.rangel@iberopuebla.mx - - ,

7 tado, o las sirenas anunciando los bombazos sobre Leópolis, o la voz de los Médicos Sin Fronteras que decidieron abrirte una, dos, tres veces; o el video de Morgan Friedman recitando el poema de William Henley que repetías cuando la muerte estaba al lado, o el bip-bip-bip de las máquinas conectadas a tu cuerpo tan blanco, o el momento previo a la emboscada en el que decidiste sentarte atrás, o la jeringa amarilla con la que te inyectaron en todos los hospitales, o la congoja simple, o el abandono en aquel hospital de guerra en la que te sentiste el hombre más solo del mundo ¿Recordarás mis doce llamadas ese domingo desde México? ¿Qué recordaré yo, Juan? El primer abrazo, las uñas sucias con tierra negra y sangre seca («es la sangre de Brendt»), las heridas tan hondas, las venas tan perforadas, los párpados tan arrugados, la anemia en el rostro, las llamadas de tu mamá con ruegos porque le dijera la verdad, las tardes y la ansiedad, las noches y la fiebre, el avión miniatura que atravesó medio mundo para llevarte a un lugar seguro, el beso que me lanzaste desde la camilla cuando el avión despegó, los treinta minutos en un aeropuerto perdido de Islandia, su viento huracanado, los trece agentes del FBI que nos esperaban en la pista de Teterboro con preguntas que apuntaban como armas: ¿Qué hacía en Ucrania? ¿Qué relación tiene con el muerto? ¿Qué pasó ese día? ¿Quién disparó? La médica que decidió enviarte a casa con el dolor más cruel, las lágrimas cuando entraste a casa en el piso once, tu mesa de noche con pastillas azules, blancas, amarillas, cuadradas, circulares, ovaladas, la enfermera china, la venezolana, la de pelo rizado, la rubia, la negra, la gorda, la amorosa, la preocupación por la vida de tus bonsáis, la fiebre alta, la carne desgarrada en la herida, los vendajes con aguasangre, mi frustración, el cansancio, tus ojeras que nunca se fueron, el último abrazo. 3. Vamos a recordarlo todo: que somos amigos. Aeropuerto Chopin de Varsovia. Mauricio Builes. 10 C A E R Roberto Pichardo Ramírez roberto.pichardo.ramirez@iberopuebla.mx U De un momento a otro, soy consciente de que mi ritmo es peor que al principio. Me llevo la mano al muslo izquierdo. Duro como ladrillo. Palpo el derecho. Normal. El escozor en la ingle zurda arrecia y trato de bloquearlo de mi mente con los gritos guturales que salen de los auriculares inalámbricos. Siempre me ha gustado hacerle frente a mis inseguridades con la música más rápida y brutal que pueda encontrar. Es el grupo Pupil Slicer el que me saca de mis pensamientos y me arroja a los instintos básicos de supervivencia. You will suffer! You will suffer! You will suffer!, ladra la vocalista, una mujer que bien podría haber asesinado a alguien en el estudio de grabación mientras hacía las voces de «Wounds Upon My Skin». Otra vez me tomo la pierna maltrecha y mis movimientos se vuelven torpes. El rebote del piso se agudiza y mis pasos pierden firmeza. «Tienes que observar una línea recta. Paso firme. ¡Paso firme!», decía un instructor de internet. El sudor de mi frente se abraza al bloqueador y se desliza desde el centro de mi frente hasta el centro de mi nariz aguileña. Van ocho kilómetros. La meta del día es correr diez. El nudo en la nalga del kilómetro tres descendió al tendón de Aquiles en el kilómetro seis. De ahí ha bailado por toda mi pierna como lava encapsulada en cristal. Pero sigo corriendo. El pánico de una nueva rotura me empuja a barrer la acera con los espectros de las lesiones pasadas. Ahora son los Slayer quienes marcan mi cadencia con su iconoclasia de inspiraciones satanistas. La violencia de Tom Araya me perfora los tímpanos y espero el momento en que el cantante estalle en mil pedazos entre el azote de guitarras y batacas. Del pinchazo paso a sentir una gota helada que me recorre toda la pierna, desde la ingle hasta el talón. Me palpo y no encuentro nada, solo la mugre de la mancha urbana acumulada en mis manos, igual que en mi aliento ácido. Enseguida, por el mismo trayecto que la gota fantasma, desciende un hormigueo parecido a un mareo, como el estruendo de un relámpago que estremece los cristales de las casas de campo. 11 Pero sigo avanzando. Mi rostro se tensa y las personas a mi alrededor me miran con morbo, como si pudieran ellas también sentir el músculo que palpita exigiendo tregua. No paro de revivir las veces que pasé por esto en el pasado: el olor del quirófano; la sensación de mis pies descalzos en la banda eléctrica; mi piel quemada por ungüentos y cintas con pegamento; mi cuenta bancaria por los suelos, y la mirada idiota de la mujer de los seguros diciéndome, en su lenguaje de abogada, que me vaya a la mierda. La fobia a mi propio cuerpo secuestra mi respiración. Mi pulso se desboca y de repente soy consciente de venas que normalmente prefieren vivir en el anonimato. Ya van nueve kilómetros. Ahora es el maldito socarrón de Henry Rollins y su cuerpo perfecto quien se burla de mí con la letra de «Gimmie Gimmie Gimmie», de Black Flag. Diviso mi punto de salida, ese que tengo memorizado como la esquina exacta en la que termina una carrera de diez kilómetros con seis vueltas a la cuadra. Una agujeta pérfida se libera del nudo y me hace trastabillar. Caigo a un costado de un coche con el motor encendido. La sangre de mi rodilla se mezcla con la mugre en mis manos y la basura de la avenida, además del bloqueador y el sudor. Una lágrima extraviada corona el lodazal que cubre la nueva herida, y todos los sonidos se esfuman para dar paso a un timbre agudísimo en mi oído. Carducho, Vicente, Demonio. Biblioteca Nacional de España. 6 Cuarenta días de dolor Mauricio Builes mauricio.builes@iberopuebla.mx 1. Juan, ¿estás bien allí? 2. Muchos años después nos preguntaremos, cuando esta guerra haya terminado y otras siete hayan iniciado, ¿Qué recordamos de esta época?, de estos cuarenta días juntos en Varsovia y Nueva York, de estos días de dolor y manos empuñadas, de camillas, de opioides, de sangre y de mierda, de trenes, ambulancias y enfermeras, de gritos urgentes, de gritos de auxilio, secos, tristes y ahogados. ¿Qué recordarás tú, Juan? Los cantos de las mujeres ucranianas cuando te evacuaron de Kiev, o la metralla atravesando las latas del auto donde viajabas con Brendt y su cuello roto-ensangren- [Kintsugi] Daniel Wence Partida daniel.wence@iberopuebla.mx El kintsugi es una técnica de restauración japonesa aplicada tradicionalmente a la cerámica. Consiste en unir los pedazos de un objeto de cerámica roto; el resultado es una pieza similar pero distinta a su forma original. Única. Para conseguirlo, los artesanos japoneses utilizan como pegamento un barniz de resina espolvoreado con oro o plata. Si queremos comprender el principio del kintsugi es importante entender que una pieza rota no volverá a ser la misma y aprender su valor, su belleza nueva. Yo he levantado los fragmentos de este objeto que soy. Trozos que se han desperdigado a lo largo de mi edad: unos estaban allá, debajo de la cama de mis siete años. Otros en el ropero a los catorce. Otros, en el cuarto solo de los veintiuno. Y otros más en la sonrisa resurgiendo a los veintiocho como quien sale, por fin, de su escondite. En mis brazos están las grietas, que brillan con los años ante mí. Son inscripciones que relatan mi historia. Las cicatrices, entonces, ya no me duelen. Esta edad me ha revelado que el cuerpo doliente es hermoso. Que podemos apreciar las cicatrices aunque nos hayamos dicho antes que somos rotos. No creo en la belleza intacta y creo, en cambio, que la rotura puede tornarse brillante si la tratamos con nuestras propias manos o palabras.

5 José Luis Camacho Gazca joseluis.camacho@iberopuebla.mx Se le han atribuido al lenguaje y a sus constructos las más hábiles comparaciones. También las más disparatadas. Se han comparado las palabras con los bálsamos, con las plumas de un ave, con la risa de Dios, con las caricias o los gestos reverentes. Se han asimilado con armas de toda índole, con los propósitos más variados: penetrar los corazones, romper océanos de hielo, lanzar dardos ardientes o hacer retumbar la tierra. Se les ha dado el poder de curar o de herir, de otorgar autoridad y de arrebatarla, de ensalzar y de humillar. Se les ha reconocido como el armazón de mucho de lo que nos sostiene, de lo que nos hace aspirar a algún tipo de plenitud, de lo que nos motiva a dar batalla un día más y a plantar cuando no hay ninguna posibilidad a la vista de cosechar. Con palabras construimos razones para no caer, motivos para evitar la desesperación, llamadas de auxilio y salmos de agradecimiento. Y podemos diferir sobre su origen, ya sea que pensemos que son un don que viene de lo alto o que son lo único que nos hace distintos a la flor y la bestia. Sin embargo, sí podemos afirmar que hay consenso sobre su destino: nadie desea que las palabras caigan al vacío. Deseamos que retengan su dignidad y poder sin importar si son pronunciadas en el altar o en la mazmorra. Sabemos esto porque las palabras tienen también una condición trágica: su poder es proporcional a su vulnerabilidad. Pueden ser usadas, vejadas, despojadas, desechadas o ignoradas. Frecuentemente se convierten en mercancía o se extravían en el flujo de un aparato que las convierte en pixeles. Pero aún, pueden desatar al mal, conjurar una maldición o mover los corazones a una zona gris donde nada germina. Escribo esto en un momento en el que las palabras podrían, en cualquier momento, hacer llover fuego sobre millones de personas. En instantes como éste, pienso que esa posibilidad está ahí, en parte, por lo que las palabras han perdido. Si las palabras no pueden salvarnos es porque las hemos vaciado de contenido. Incluso las más importantes, las que en otro tiempo alguien nos propuso como algo por lo que valía la pena dar la vida. Y si no nos sirven ya de nada, es posible que muchos caigan en la insolencia de pensar que ya no vale la pena estar aquí. Yo quiero estar aquí a pesar de que sea un lugar frío y difícil, donde las palabras bellas deambulan entre espectáculos grotescos. Quiero estar aquí para que las palabras caigan donde puedan dar fruto. Si no lo logran, abrazaré momentáneamente el silencio. Y eventualmente, volveré a la palabra. Editorial 12 María del Consuelo Ávila Vaugier consuelo.vaugier@gmail.com Me habito, me zambullo en un río de estrellas para nadar en las suaves aguas de la soledad. Las voces a mi alrededor callan, recorro el sendero iluminado con velas que lleva a mi astral interior, para descubrir el jardín de hinojos donde mi yo se adentra en su sombra. José Pablo Benítez Ruiz josepablo.benitez@iberopuebla.mx El viejo roble del bosque se desplomó a mis espaldas; sin embargo, no produjo sonido alguno al momento de impactar con el suelo. Por supuesto esto no tiene sentido, pues si yo estuve ahí y pude haberlo escuchado, el árbol hubo de producir, de facto, algún tipo de ruido. Mas no lo hizo. Y de ello sólo puedo inferir una cosa: que el roble no existe ni existió jamás, ni cayó en medio del bosque para ser percibido por nadie. Por esta razón no resonó en el soto, y no generó en mí ningún tipo de impresión. *** No obstante, el hecho es que el árbol cayó, pues se encuentra ahora mismo frente a mis ojos. Abatido, derribado, aliquebrado; pero allí. Por ende, puedo suponer que se desplomó y, al hacerlo, hizo retumbar con violencia los oídos mismos de la tierra. Y aun si yo no lo noté, alguien debió de estar ahí para presenciar el estrépito. Quizás fue Dios, o tal vez fue el roble quien escuchó su propio caer. De cualquier modo, es indiscutible: el roble existe, cayó, y, al hacerlo, produjo algún tipo de sonido. Luego, si el árbol existe y resonó, la única explicación posible al porqué no le escuché es, en verdad, que yo no existo. Más aún, que jamás lo hice. Q.E.D. NOÚMENON Cuando me habito 13 Jessica Rodríguez Reyes jessica.rodriguez.reyes@iberopuebla.mx Un fantasma alberga mi corazón, vive encarnado en cálido recuerdo. El momento marca que el tiempo pierdo, tu partida me arroja al desazón. El hubiera ya no hace quemazón, pues aun cuando todo parece incierto amándote prometo que no has muerto, sanando el dolor que deja hinchazón. Aceptaré eso que solo Dios sabe, lo que ahora he de sufrir por amarte. Mientras en mi memoria aún te grabe, tal vez mi ser no pare de buscarte. La espera no aparenta ser tan grave, hasta allá en el cielo pronto encontrarte. gallica.bnf.fr/ Biblioteca Nacional de Francia. Limbo entre dolor y amor 4 nadie desea que las palabras caigan al vacío Gaceta de Literatura IBERO Gaceta de Literatura IBERO

La literatura sirve, decía Simone de Beauvoir, para revelar el mundo y, al mismo tiempo, para superar la distancia con el otro, para escuchar una voz singular que no soy yo. Por esta razón se publica esta primera Gaceta de Literatura Ibero Puebla, en la que colabora su comunidad universitaria: escritores de diversas áreas y especialidades que manifiestan su relación con un mundo en particular y lo quieren compartir. Es una gaceta en honor a la tradición literaria de nuestra sociedad mexicana del siglo xviii, cuando se publicaba la primera Gaceta de Literatura de México, en un contexto de incertidumbre por la aplicación de reformas borbónicas. La esperanza se filtraba en la creencia de que los pueblos podían alcanzar el desarrollo de la cultura, la ciencia y la tecnología, en parte, por la circulación del pensamiento ilustrado. Las gacetas, pues, eran impresos que se caracterizaron por su riqueza temática: una vasta fuente de información para los estudios políticos, religiosos, sociales y culturales de la sociedad novohispana. En un ejercicio literario contemporáneo —editorial, académico y lúdico—, los y las estudiantes de la Maestría en Literatura Aplicada hicieron posible el surgimiento de este impreso, producto del Laboratorio Editorial, que guarda similitud con sus antecedentes por el entusiasmo de abonar a la comunidad universitaria, desde la escritura reflexiva y literaria, una visión estética, ficcional para entender y abrazar el momento actual. Por lo tanto, queda abierta la invitación a participar en las siguientes ediciones. Diana Jaramillo dianaisabel.jaramillo@iberopuebla.mx 14 Bibiana Ramírez bibiana.ramirez@iberopuebla.mx La calle está solitaria para ser una de las más importantes de Puebla. Son las cuatro de la tarde de un lunes en la avenida 6 Oriente, donde queda el Museo de la Revolución Mexicana. Apenas se aproxima un carro a paso lento, una mujer pasea un perro, aunque se nota que él la arrastra a ella por la inclinación de sus cuerpos. Un par de caminantes pasan de prisa, esquivando la hilera de bolardos que, como pequeños vigilantes, no permiten que los carros se estacionen ahí, afeando la calle que más bien parece un muelle sin mar y sin barcos qué sujetar a estos. Un claro cielo azul contrasta con los verdes, naranjas y rojos que adornan las fachadas de esta calle que aparenta ser silenciosa en el primer día de la semana y en pleno corazón del centro de la ciudad. Nubecitas blancas sobresalen entre esa claridad y por poco se parecen, en su forma, a las fumarolas que está soltando constantemente el Popocatépetl. En un primer plano está la histórica casa de los Hermanos Serdán. Esta construcción es la que mayor altura posee. Fue inaugurada como museo en 1960. Al costado izquierdo de la entrada de la casa hay una placa ilustrativa, y en dos cortos párrafos, con traducción al inglés, se lee un escueto resumen de lo que pasó allí. En el suelo resalta otra placa, de gran tamaño, donde se conmemoran los cien años de la batalla: 1910-2010. Gaceta de Literatura IBERO Gaceta de Literatura IBERO crónica • ensayo • cuento • poesía • fragmento • écfrasis • reseña • fotografía • ilustración • marginalia Otoño 2022/Núm. 01 • • 15 Lo más impactante es que aún se conservan, en la pared exterior, los balazos del 18 de noviembre de 1910, vísperas a la Revolución. Alrededor de cincuenta agujeros se distribuyen por toda la fachada y remiten al bullicio que debió provocar una confrontación armada, nada que ver con el silencio que en este día caracteriza la calle, como si la solemnidad, al final de la batalla, se hubiera quedado instalada. Los hermanos Serdán son coetáneos de los hermanos Flores Magón de Oaxaca, ambos opositores de la dictadura de Porfirio Díaz, agotada después de 35 años de gobierno ininterrumpido. En Puebla todo empezó el 18 de noviembre cuando un jefe de policía, con una tropa, quiso entrar a la casa del revolucionario Aquiles Serdán a inspeccionarla para buscar armas y propaganda, por lo que sus hermanos Carmen y Máximo, con un grupo de casi veinte personas más se enfrentaron a la autoridad. Días antes habían recolectado algunas armas para usarlas el 20 de noviembre, día que iniciaría la Revolución. La balacera duró varias horas por lo que tuvieron que llegar refuerzos de más de mil soldados. Los hermanos Serdán perdieron la batalla. El movimiento de 1910 quedó congelado en el tiempo y desvencijándose en un museo. El guía, que lleva camiseta roja y cubrebocas, sale a la puerta con sus brazos caídos y con una mirada de desamparo, a buscar a algún turista o poblano interesado por su historia, que quiera entrar a escucharle su básica perorata sobre la Revolución. O tal vez esté resignado a la idea de que ya no hay Revolución, porque la que hubo quedó encerrada en un museo y ya no habrá más. Solo se encuentra con una cámara fotográfica apuntando a la casa y a su figura y no le queda más que abdicar. El sol de la tarde ilumina la casa de la Revolución y como en una obra de teatro, los personajes parecen bajar el telón y dejar una estela de silencio fúnebre y al solitario guía con la angustia de un día más sin visitantes. El guía, que lleva camiseta roja y cubrebocas, sale a la puerta con sus brazos caídos y con una mirada de desamparo. Calle de la Revolución. Puebla. Bibiana Ramírez. Mario Ernesto Patrón Sánchez / Rector • Lilia María Vélez Iglesias / Directora General Académica • José Adalberto Sánchez Carbó / Director del Departamento de Humanidades • Sebastián Pineda Buitrago / Coordinador de la Maestría en Literatura Aplicada • Diana Jaramillo / Coordinadora de la Licenciatura en Literatura y Filosofía • Tatiana Vázquez Niconoff / Jefa del Laboratorio Editorial Coordinación, edición y diseño: Bibiana Ramírez Betancur • Daniel Wence Partida • Daniela Rico Straffon • Gerardo Álvarez Palau • María del Consuelo Ávila Vaugier • Mauricio Builes Gil Los textos de esta gaceta son responsabilidad del autor. Las opiniones expresadas no necesariamente reflejan la postura de los editores de la publicación. Se editaron e imprimieron 100 ejemplares en el Laboratorio Editorial de la IBERO Puebla. Ejemplar gratuito, prohibida su venta. Henri Guérard Nació en París en 1840 y murió en la misma ciudad, en 1883. Crítico de arte, poeta, coleccionista, ilustrador, pintor e impresor. Fue alumno de Manet, y vicepresidente de la Sociedad de Pintores y Grabadores de Francia. Fue colaborador de la Gazzette des Beaux-Arts. Guérard, Henri, Chat Noir Sur Un Journal. Biblioteca Nacional de Francia. • Envía tus participaciones literarias o artísticas a: gaceta.literaria@iberopuebla.mx

r e s e ñ a Director: Álvaro Dlegado Aparicio Idioma: Español/ Quechua Duración: 95 min País: Perú Año: 2017 Una noche de viernes, con el cuerpo adormecido después de una larga semana, decidí que quería ver nacer frente a mí la posibilidad de otros mundos. Ese día tuve la suerte de ahorrarme la búsqueda para responder a la temida pregunta: «¿qué voy a ver?», porque a los diez segundos de comenzar a explorar Netflix apareció un cartel que me convenció de haber encontrado la película indicada. Se trataba de Retablo, la historia de Noè y Segundo, un maestro del retablo peruano y su hijo adolescente. Casi siempre el viaje onírico del cine se produce con más fuerza en una sala oscura, pero esta película me transportó con tanta fuerza a otro espacio que no hubo necesidad de sonido surround o una pantalla gigante. Recuerdo la sensación de estar completamente inmersa en ese mundo simulado, con una confianza plena en la genialidad del otro. En mi mente se quedaron grabadas algunas tomas que a la distancia comprendo eran exactas para contar aquella historia. Primero, un acercamiento a las manos del maestro mientras manipula una masa en la que aparecen pequeñas figuras humanas. Digo aparecen porque en su imaginario él no las crea, escucha sus voces y «las ve nacer». Luego, otro acercamiento a unas figuras terminadas, piezas de un retablo colorido que miran fijamente a la cámara. Se muestran viajes, paisajes, caminatas por tierras incas. Y retablos, colores, fiestas y comida. No revelaré el enorme secreto que cambia el curso de la vida de estos personajes, ni hablaré acerca de los grandes sentimientos de amor y admiración que el joven aprendiz de artista sentía hacia su padre. Sólo diré que durante una hora y media mi mente se quedó muda, y sé bien que cuando dejo de pensar en la técnica, significa que el juego de la mímesis me ha convencido plenamente. Las manos del maestro Daniela Rico daniela.rico@iberopuebla.mx

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