Rúbricas 8

34 Primavera 2015 Rasgos generales del contexto económico, político y social en el que se engendró la reforma laboral Como lo han planteado diversos autores (Bartra, 2014; Wallerstein, 1979 y Holloway, 2014, entre otros), el sistema capitalista, como expresión de un grado determinado de desarrollo de la civilización humana, atraviesa por una amplia y profunda crisis estructural. Esta crisis tiene varias dimensiones y es mucho más que una crisis clásica de sobreproducción. Ahora los problemas económicos se combinan con graves desequilibrios climatológicos y con el empobrecimiento crónico de la población, así como con la pérdida de legitimidad de las instituciones públicas y de las prácticas de la democracia occidental; problemas todos ellos que, al conjuntarse, provocan una catástrofe civilizatoria de enormes proporciones. Por lo anterior, lo que está en juego no es la reestructuración del sistema económico en cuanto tal, ni tampoco el reordenamiento del sistema financiero mundial, sino la propia permanencia de la especie humana sobre la faz de la tierra. Sin embargo, la respuesta del propio sistema capitalista y de la estructura de poder político que lo soporta, se ha circunscrito a aplicar medidas de solución limitadas al ámbito de la dimensión económica, tratando afanosamente de apalancar la vertiente productiva de la economía mundial, después del desastre financiero ocurrido en 2008, producto de la voracidad desenfrenada de la élite bancaria mundial. Pero lo que vemos es que ni siquiera a ese nivel el sistema capitalista ha sido capaz de reactivarse, a pesar de los rescates millonarios y las draconianas medidas aplicadas contra los trabajadores, ya sean manuales o intelectuales. Así, no obstante la evidencia del colapso ecológico y social en ciernes, los beneficiarios del capitalismo se siguen empeñando en llevar hasta sus últimas consecuencias el imperio del dinero y del mercado. En esta dirección se inscribe la puesta en marcha de un amplio paquete de reformas que en México se han bautizado como “de segunda generación” y dentro de las cuales se sitúa la reforma laboral. La imposición de dichas reformas ha sido posible debido a la conformación de un amplio entramado de alianzas entre distintos grupos de poder económico y político, que se identifican a sí mismos como corporaciones. Estas alianzas incluyen a los grandes grupos financieros, a las mega empresas de producción y distribución, a los empresarios que controlan los medios masivos de comunicación y los servicios, a la élite de la clase política y al propio ejército. El propósito declarado de dichas alianzas no es otro que el de estimular la retroalimentación para incrementar la eficiencia y la eficacia empresarial, mejorar la competitividad y salvaguardar las condiciones macro económicas, políticas, sociales y culturales que les permitan ejercer y ampliar su poder de dominación y acumulación. Estos complejos de poder, como lo ha señalado Pablo González Casanova (2012: 3), “son unidades integradas que constituyen ‘el poder detrás del Estado’”, dado que el Estado ha fallado en su compromiso de someterse a la voluntad general del pueblo y está de rodillas ante los intereses del capital corporativo o, peor aún, aliado a esos intereses. Se trata de un nuevo tipo de Estado privatizado cuya principal tarea consiste en atraer a los capitales ofreciendo exenciones de impuestos, otorgamiento de subsidios, aplicación del presupuesto público para fortalecer sus infraestructuras y desregulación de los derechos de los trabajadores. Con la globalización y el neoliberalismo de fines de siglo xx y principios del xxi, el capital organizado en grandes grupos corporativos desató una ofensiva de gran envergadura en contra del mundo del trabajo. De esta forma, se han debilitado sistemáticamente las demandas de los trabajadores organizados que desde sus lugares de trabajo se enfrentan a un capital unido en redes con alta movilidad mundial, capaz de emigrar de un día a otro a los países que ofrezcan mejores condiciones para la rentabilidad de sus inversiones. Por eso, poco a poco, los sindicatos han ido perdiendo la batalla frente a las políticas neoliberales de exterminio, el desempleo, las maquilas y el avance de la ciencia y la tecnología que los ha hecho obsoletos. Con el correr de los años, la gran mayoría de la fuerza laboral quedó desregulada y sin derechos sociales y ciudadanos efectivos. Desde entonces, todos esos marginados del desarrollo, excluidos y súper explotados constituyen la inmensa mayoría de los trabajadores del mundo, quienes, como señala González Casanova (2012: 11), sobreviven “en condiciones de nuevos esclavos o semiesclavos de facto”. Esta condición de neoesclavismo laboral es precisamente la que han venido a legalizar las reformas de los mercados laborales realizadas en diversos países. Aterrizaje de la reforma laboral en México Con el telón de fondo expuesto anteriormente, en nuestro país, previo a la emisión de la reforma laboral, la publicidad oficial transmitida a través de los medios de comunicación masiva se encargó de instaurar la idea de que la reglamentación excesiva era contraproducente para el buen funcionamiento de las empresas. Asimismo se argüía que los diferentes procesos de apertura y cierre de empresas, de empleo y despido de personal, de firma de contratos, de obtención de financiamiento público, así como de disposiciones judiciales para dirimir los conflictos obrero-patronales, estaban corroídos por la burocracia. De esta suerte, la reglamentación pesada al combinarse con la ineficiencia de las instituciones públicas, daba lugar a plazos más largos y costos más altos que desalentaban las inversiones de capital privado. La consecuencia final de todo esto era la formación de un círculo vicioso que derivaba en mayor desempleo, inadecuadas remuneraciones, aumento de la corrupción gubernamental, caída en la productividad del trabajo y desplome de la inversión privada nacional y extranjera.

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