114 Lamiré en espera de algún comentario. Tras hacer bolita el papel, lo llevó a la altura de sus ojos con voz dulce, melodiosa, cantó: ¡florece pronto! Mientras la miraba trabajar afanosa me sentí encerrado en mis pensamientos ante esa pregunta-afirmación. Ja, una ratita de laboratorio hubiese encontrado más pronto la salida de la jaula –aún sin recibir su recompensa–, antes que mis palabras alcanzaran a colgarse del aire para surcar el espacio y llegar, por lo menos, hasta mis oídos. Debo reconocer, mi respuesta al cuestionamiento: calificación “cero”, mi mente quedó seca de ideas, sin lugar a duda. –Uy, ¡qué serio! –comentó misteriosa la mujer–. Anda, toma ésta y ponla donde quieras. Desenvolví el papelito: Regálale un beso a la primavera y ella te envolverá con su perfume de mil flores, cantaban y saltaban las letras alegres dibujadas en tinta roja. –¡Con cuánto gusto la sembraría dentro de mí! –dije esperanzado–. –No te subestimes. ¿Has visto a los perritos rascar la tierra? –Sí, ¿y? –¿Crees que rascan sólo por hacerlo?No te has puesto a pensar que buscan… ¿al-go? –¿Algo? –Imagina, que eres un perrito, ¿qué buscarías? Sin darme cuenta empecé a imaginar. Esa era la respuesta… ¡imaginar! Las bolsas del babero de la mujer poco a poco fueron vaciándose, conforme así sucedía la tierra fue llenándose de montoncitos de tierra –un hoyito, una bolita; otro hoyito, otra bolita– (un hoyito, una bolita… un sueño. Una bolita sembrada… una esperanza). La noche casi estaba sobre nosotros, de la puerta de su vivienda brotó una luz acompañada de una voz que llamó mecánicamente: –Mamá, anda, vamos, ya es tarde. Entra antes que caiga el frío. –Ja, y dicen que yo soy la loca –me confió sonriente la anciana–. –“Entra antes que caiga el frío” –dijo ella arremedando la voz tipluda–, pues cuándo y a dónde subió el frío para que pueda caerse –se burló y ambos reímos cómplices–. La mujer, su hija, bajó los cinco escalones, me miró… bueno, en realidad me ignoró. Me sentí como ese jardín que sólo ella, la mujer loca, ve. Tomó por el brazo a la anciana y la llevó con pasos cortos y lentos al interior de la casa. Amedio camino la vi arrojar por encima de su hombro una bolita, la última. Me acerqué, la recogí y esperé. Las miré entrar y cerrar la puerta tras de ellas. Ansioso, desenvolví el bultito para leer su contenido. Cuando la luna siente curiosidad, mira por encima de mi hombro. Cuando está feliz, se asoma por mi ventana. Lo envolví y arrodillándome hice un hoyito digno de ese pensamiento; coloqué la bolita y la tapé con una fina capa de tierra. Iba a regresar a casa cuando repentinamente la puerta se abrió –como abren las flores en la primavera– y salió la anciana con un paso alegre, ligero –como el vuelo de las abejas en medio del jardín–. Me detuve a esperarla. Depositó en mis manos un par de macetas pequeñas. –En ésta hay un arco iris, con la primera lluvia florecerá –afirmó segura–. No pude evitar una sonrisa.
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