Rúbricas 16

108 –¿Por qué a mí, precisamente a mí que no puedo pagar otro dispositivo?, ¿por qué apoderarse de mi pantalla?, ¿qué buscará de mí esa cosa?, ¿hasta dónde podrá llegar? Aunque parecía difícil de creer, llegó el momento en que tuve que aceptarlo: dentro de la máquina estaba a punto de suceder algo repugnante. Algo que no podía ser, pero sí era y que desafiaba cualquier pensamiento razonable. Estaba a punto de ser testigo, nada más y nada menos, del nacimiento, al otro lado de la pantalla, de una repulsiva, irreverente y asquerosa pulga. Sí, de una pulga del ciberespacio. Ante lo inevitable, hice un esfuerzo por mantener la calma. Dada la fugacidad del cibermundo, hubiera sido previsible pensar que se iría de la misma manera como llegó, lo cual en aquellos momentos difíciles no dejaba de ser un consuelo; pero, ¿y si no?, ¿qué pasaría si esa ciberpulga presentaba un comportamiento virtual atípico?, ¿podría acaso expandir su ocupación y convertir mi pantalla en su pocilga particular? La emergencia apremiaba, así que fingí una enfermedad repentina. Durante catorce días y catorce noches usé mis forzadas vacaciones para buscar el modo de aniquilar eso que aún habitaba la esquina inferior derecha del monitor. Pero nada; era inútil. Seleccionar todo, borrar y nada. Seleccionar todo, copiar y pegar otra vez: nada. Reiniciar sistema: nada. La gestación de semejante engendro parecía seguir viento en popa. El calendario no tuvo piedad de mis súplicas. Los días, cada vez más cortos y rápidos, parecían intimidados ante la adversidad, encogidos frente a lo ineludible. Y llegó el día catorce. Cual sentencia del Oráculo de Delfos, de la cosa esa algo nació. Al principio, sin resignarme ante el fenómeno irrefragable, aquel insecto sin alas, diminuto pero aterrador, se limitó a deslizarse libremente entre los íconos de la pantalla. Luego, ya colocaba tildes erróneas en mis escritos y con un descaro increíble intervenía enmis conversaciones y hurgaba mi correo electrónico. Los pocos que me creyeron en mis cabales, me sugirieron soluciones aún más inverosímiles que el problema. Recibí cientos de ellas, desde las propuestas hechas por fanáticos esotéricos, hasta las instrucciones precisas de hijos serios de la ciencia computacional. Los primeros me instaban a convocar poderes sobrenaturales a través de conjuros mágicos, tales como encender tres velas verdes en punto de las tres de la mañana junto a una imagen de San Melchor de los Charcos, mientras debía proferir, pese a mi educación victoriana, toda clase de maldiciones. Los segundos se dieron por vencidos tras recomendarme cualquier cantidad de sugerencias técnicas: desconectar, conectar, configurar, reconfigurar. Todas inocuas; pura basura, bull shit. Esa pulga había decidido transitar por allí con absoluta libertad y establecer su madriguera en la esquina inferior derecha de mi pantalla. Nada hacía presagiar que fuera a cambiar de opinión. No había instrucción posible que la hiciera desaparecer. Como no estaba dispuesta a sucumbir, intenté otros remedios. En plagavirtual.com.mx compré un aerosol mata bichos que, bajo promesa de no dañar la capa de ozono, prometía ser infalible. Sólo logré estornudar por nueve minutos seguidos, mientras la desgraciada, sin el más mínimo recato, daba piruetas sobre la regla. En otro sitio especializado, cazaciberpulgas.com, me

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