76 - La ambigüedad de las mujeres frente a la “mujer educada” Empecemos por decir que las mujeres educadas pertenecían a sectores de élite: eran burguesas, de clases medias, o de clases en ascenso —pequeña burguesía—. Es decir, ellas provenían de sectores sociales para las que el concepto de “estatus” resultaba fundamental (Crossick, 1995). Dentro de esa lógica, el acceso a la educación de los miembros de la familia se convertía en una característica demostrativa de la condición social superior o del deseo de progreso e independencia. Podemos decir entonces que en ese contexto, buena parte de las mujeres de las clases acomodadas tuvieron la opción de acceder a la educación media y superior. Sin embargo, pese a ese origen común, cabe resaltar que no todas estas mujeres tenían la misma respuesta frente al uso y significado de la instrucción formal. En efecto, para algunas de estas privilegiadas la educación se convertía en el camino para hacerse a un oficio al que le correspondía un salario. Por lo tanto, era un elemento reconocido como importante para transformar las finanzas familiares, pero uno que no necesariamente devenía en la alternativa para desvincularse de la organización familiar primaria —este era el caso de buena parte de las institutrices, profesoras de primeras letras y oficinistas que pese a su vinculación al mundo de trabajo seguían al resguardo de sus familias (McMillan, 2000: 147-151)—. En paralelo, para otras mujeres tal instrucción sí significaba la autonomía frente al núcleo familiar, aunque esto no siempre implicaba quedar en una condición de total libertad —pensemos por ejemplo en aquellas que ingresaban a los conventos de monjas dedicadas a la enseñanza (Rogers, 1998)—. Para unas cuantas más, la educación llegaba para encajarse muy bien con el papel que desarrollaban como madres, cumpliendo así con los imaginarios que aludían a las responsabilidades femeninas relacionales. Ya para finales del siglo XIX, para algunas mujeres —muy pocas, a decir verdad— la educación básica era un peldaño antes de su ingreso a la educación profesional; este era el caso de las mujeres médicas o abogadas que tuvieron que encarar batallas cotidianas para demostrar su idoneidad académica y profesional. Se hace notorio entonces que el cambio dado por la apertura educativa no siempre significó una ruptura plena con las formas de vivencia de lo femenino y de sociabilidad entre sexos establecidas en el pasado más cercano. Finalmente, ya en una franca posición crítica sobre la jerarquía de género, podríamos ubicar a Germaine de Staël y a George Sand, quienes se preocuparon extensamente por presentar en sus obras los rechazos, cuestionamientos y dilemas a los que estaban sometidas las mujeres que se dedicaban a la profesión literaria. Sin embargo, remarcando la ambigüedad de las mujeres educadas con respecto a la educación femenina que hemos anotado, basta con mencionar que la misma Germaine de Staël, que describió en Corinne o Italia (1800) la difícil situación que debía afrontar una mujer culta debido a los celos y retos que suponía su intelecto para cualquier hombre, no dudaba en afirmar un papel intermedio de la participación de la mujer en la sociedad, alejándola así del derecho a la plena ciudadanía (Hillman, 2011). A manera de conclusión, las literatas compartieron tiempos, niveles de educación, lugares y clase, y no por ello sus productos literarios resultaron similares con respecto a la opinión que sostenían sobre el lugar designado por la sociedad europea para su sexo. Este último tramo nos demuestra entonces que el orden de género fluye también en las actitudes e imaginarios de quienes en él se encuentran en condición de subordinación y que no es transformado de inmediato por las decisiones público-políticas. Las puertas de las universidades se entreabrían en la segunda mitad del siglo XIX en Europa Occidental, pero apenas si se empezaban a observar y desmontar los cerrojos que antes las habían mantenido cerradas.
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