Rúbricas XV Tópicos de Ciencias Sociales 73 palabras de Charlen Darwin, quien ingresó en el debate en 1871 diciendo en su Descent of Man: “It is generally admitted that with women the powers of intuition, of rapid perception, and perhaps of imitation, are more strongly marked than in man; but some, at least, of these faculties are characteristics of the lower races, and therefore of a past and lower state of civilization” (Alaya, 1967: 265). A la par de esta visión que ponderaba la inferioridad dentro de la especie humana, para algunos galenos —como el francés Marc Colombat y el estadounidense Edward Clarke— la incapacidad de las mujeres para el conocimiento provenía de sus cuerpos frágiles. Para ellos la menstruación suponía una función peligrosa que, al requerir de una continua regulación y vigilancia, no les permitía a las mujeres una vida educativa como la de los hombres (Charlesworth, 1981). Ahondando en ese imaginario de debilidad, pero refiriéndose a la psiquis, el médico francés Brierre de Boismont sostuvo que los hombres tenían tres veces más proclividad a tendencias autodestructivas que las mujeres, cuestión que se debía a que el cometer suicidio requería de energía, de coraje: “of despair which is not consistent with the weak and delicate constitution of women” (Liberman, 1999: 138). Tan débil carácter se revelaba en que ante situaciones límite, ellas tendieran a la locura antes que al suicidio. Cuerpos involucionados, frágiles e inoperantes para la creación abstracta, eran pues, según la mirada difundida por los expertos en lo orgánico, los de las mujeres. Como vemos, los discursos filosófico-políticos y los de la biología crearon en el siglo XIX, en combinación, un sujeto mujer vulnerable de partida, desprovisto de las capacidades para la conceptualización, en continuo riesgo de ser agredido por los peligros del mundo y sin el suficiente carácter para defenderse de ellos. Seres de cuerpos débiles, mentes raquíticas y ánimos blandos que no estaban destinados para grandes oficios y que, por lo tanto, podían ser excluidos “naturalmente” del mundo intelectual pues el provecho que derivarían de la educación parecía ser poco. Paradójicamente, en un mundo de fortalecida racionalidad y atravesado por un fuerte proceso de secularización, los discursos filosóficos y cientificistas expidieron una suerte de permiso cultural —que robustecía la estructura de género tradicional— para que los gobiernos no prestaran mayor atención a la educación femenina. - Una conveniente y matizada apertura de los claustros Revisando esos imaginarios y las plumas que los sostenían, resulta extraño, casi contradictorio, encontrarse con la apertura de la educación media y superior para las mujeres a mediados del siglo XIX en el contexto de Europa Occidental. Ciertamente, las sociedades británica, francesa, alemana y suiza fueron centros de la reforma del sistema educativo con propósitos incluyentes para mujeres en la mencionada época (Hellerstein, 1981; McMillan, 2000; Vicinus, 1985) logrando, de hecho, atraer con su éxito a mujeres de otros países que deseaban educarse (Fette, 1967). Pero ¿cuáles fueron los motivos para la apertura del sistema pese a la existencia de ese hostil círculo de ideas del que hablábamos? Más allá de los importantes debates puntuales que se dieron en cada país al respecto, creemos que fueron dos, principalmente, los factores desencadenantes del cambio: uno está relacionado con los requerimientos de la legitimidad política y otro con las nuevas formas de socialización de la época. En efecto, por una parte, los gobiernos republicanos recién instalados debían su legitimidad al mostrarse como representantes del fin de las jerarquías sostenidas en el Antiguo Régimen y, con ello, a su papel como defensores de la igualdad de los individuos. En esta dirección, el acceso a la educación para todos era una prueba de esa consideración igualitaria y les favorecía tomar esa decisión. Aunado a ello, en medio del proceso de secularización de la autoridad política, a esos gobernantes les resultaba necesario reducir la influencia social de la Iglesia, y la educación para mujeres había sido uno de los campos por antonomasia de la dominación de esa institución. Por ende, desde las exigencias de la legitimidad política, digamos que era inevitable auspiciar la apertura del sistema. Pero, por otra parte, también se evidenciaba en la época la creación de nuevas subjetividades en línea con los valores de la modernidad: eran novedosas identidades y proyecciones colectivas que los gobiernos debían atender si esperaban asentarse en el mediano plazo. Tales perfiles, íntimamente relacionados con las ideas de cambio, individualización y autodefinición propios de la era victoriana, no podían menos que generar un cuestionamiento frente al régimen de dependencia en
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