72 Esta idea sobre la diferencia del tipo de intelecto de las mujeres fue recurrida de forma más contundente ya en el siglo XIX por Pierre-Joseph Proudhon, quien no veía otro destino para ellas que el del “penoso” trabajo doméstico y el del sometimiento a la autoridad del esposo; y, también, por August Comte, quien no dudó en afirmar que ellas debían permanecer en el hogar debido a su debilidad física y a la de su cerebro (Hellerstein, 1981: 1-8). Como vemos, la ideación de estos pensadores se reflejaba en la construcción y naturalización de una jerarquía social. Claro está que en este campo de reflexión filosófica también existieron voces disonantes que vale la pena resaltar. Entre ellas encontramos las de Charles Montesquieu y Denise Diderot, quienes defendían la igualdad de las mujeres ante la ley, y la de François Voltaire, quien tempranamente apoyó el divorcio y con ello la independencia femenina (McMillan, 2000). Fue también parte de esas objeciones, la crítica hecha por Mary Wollstonecraft al modelo educativo propuesto por Rousseau y la identificación que hizo de las condiciones de educación como las causantes de las diferencias cognitivas observadas entre géneros. No obstante esa contraposición, los sucesos de censura y descalificación de las voces femeninas en la época posrevolucionaria en Francia son reveladoras del argumento que ganó prevalencia en esta materia en la opinión público-política decimonónica en Europa Occidental. Por ejemplo, para 1838, una tal madame Sirey anotaba: “These bitter doctrines are most dangerous of all for women. These weak and affectionate creatures have greater need than men to be contained early in life within the borders of duty, and to be supported and strengthened by religion” (citado en Gemie, 1995: 60). En el mundo de los filósofos, pues, las mujeres habían sido conceptualizadas como débiles intelectuales y una parte de ellas consideraba como cierta tal aseveración. Tal imaginario de la debilidad intelectual femenina devino además en una falta de reconocimiento de aquellas que efectivamente estuvieron vinculadas con procesos de producción de conocimiento en el siglo XIX (Herminghouse, 1986: 79), así como en el tipo de autovaloración que mantenían aquellas que se animaban a escribir (McCune, 2008). Acorde con un discurso que las menospreciaba, muchas consideraban que lo que sucedía en el ámbito familiar, en el espacio doméstico, o en su supuestamente emocional percepción del mundo era insignificante y que, por lo tanto, no debía ser objeto de conocimiento público y menos aún pasar por la imprenta. Pero esto no era todo. El segundo discurso que alejaba a las mujeres de la educación formal era uno que construía ya no una mente sino un cuerpo débil para justificar los privilegios sostenidos en las aulas. Así, iniciando el siglo XIX, nos encontramos con la idea de separación del genio masculino y el femenino. Retomando las ideas de Henry Thomas Buckle, el estadounidense Thomas Wentworth Higginson planteó que la mujer tenía un “genio” apropiado para el pensamiento deductivo e intuitivo, cuestión apoyada por mujeres como Margaret Fuller, quien creía en la existencia de un genio especial femenino, “the feminine side, the side of love, of beauty, of holiness” (Alaya, 1967: 263). Se deslizaba así cierta insinuación sobre una estática naturaleza femenina que condicionaba la práctica social. Ahora bien, si estas declaraciones eran más retóricas que asentadas en estudios científicos, ellas emergieron en el contexto de surgimiento del denominado “determinismo biológico”. Herbert Spencer inauguró los discursos deterministas sobre la posición social de la mujer afirmando que la naturaleza había impuesto sobre ellas una pesada carga, la de la reproducción, dejándolas en un estado de evolución detenida. Pese a la crítica que recibió Spencer de parte de John Stuart Mill y Harriet Taylor, quienes lo acusaron de impedir con tales teorías que en adelante se pudiera mantener cualquier discusión sobre la libertad y potencial de las mujeres, para 1869 Joseph Dalton —apoyándose en su recién instalado laboratorio antropométrico— estableció que el menor peso del cerebro de las mujeres (que decía haber comprobado) demostraba que estas tenían menores recursos para competir efectivamente con los hombres. El espaldarazo final de este discurso corrió por cuenta de las
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