Rúbricas XII Literatura y Filosofía y su relación con otras disciplinas 85 literaria de corte novelesco o imaginativa. Por su parte, hacia 1882 el cubano José Martí (principal héroe de la independencia de su país) alcanzó a alarmarse de la ruptura entre el artista o sujeto artístico con su objeto de contemplación o creación bajo la marginación a la que lo había condenado la nueva sociedad mercantil. En su prólogo al “Poema del Niágara” (1882), del venezolano José Antonio Pérez Bonalde, Martí advirtió que la aceleración del progreso material ya había alterado los paradigmas tradicionales de interpretación y autoridad intelectual, lo que no sólo afectaría el juicio literario sino también el político y el jurídico. Ahora bien, hay que aclarar que se cae en cierto anacronismo al considerar tanto a Bello como a Miguel Antonio Caro y a Rufino José Cuervo como hispanistas, dado que el concepto de hispanismo es posterior a ellos. No deja de ser extraño que el concepto de hispanismo datado por Unamuno en 1909 sea posterior a cualquier otro concepto similar que pudiera haber formulado Marcelino Menéndez Pelayo, un filólogo español de una generación inmediatamente anterior a la de Unamuno y frecuentemente acusado avant la lettre de “hispanista” como modo de calificar su nacionalismo romántico. Ciertamente, el concepto de “hispanismo” no lo está de manera literal en las voluminosas obras de Menéndez Pelayo, ni en Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882) ni en Historia de las ideas estéticas en España (1891-1893). La sospecha de un anti-academicismo en el concepto de hispanismo, por tanto, se agudiza cuando observamos que el joven Unamuno, autor de En torno al casticismo (1896), aludió a Menéndez Pelayo como un “desenterrador de osamentas” (1979: 31). La Generación del 98, a la que pertenecía Unamuno, por el afán de europeizar a España, marcó distancia de Menéndez Pelayo, a quien acusó confusamente de “hispanista” y “ortodoxo”, sin repararse en lo contrario. Fue Menéndez Pelayo quien resucitó los rebeldes y disidentes de España, olvidados o desconocidos incluso por los mismos liberales y sólo recopilados por los índices de los inquisidores. Con sarcasmo e ironía el filólogo originario de Santander apuntaba que las prohibiciones de la Inquisición (abolida oficialmente luego de las Cortes de Cádiz de 1812) fueron a veces el único estímulo para que liberales y demás “ilustrados” leyeran un libro (543). Menéndez Pelayo acusó a los pedagogos de su tiempo de ignorar el rico pasado español al imponer la moda del positivismo krausista, es decir, la filosofía kantiana del alemán Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832). Ellos tenían como texto guía la traducción con comentarios que, en 1860, Julián Sanz del Río hizo de Das Urbild der Menscheit (Ideal de la humanidad para la vida). Aunque del krausismo nacieron las bases del Instituto Libre de Enseñanza, de donde se desprendieron el Centro de Estudios Históricos y la Residencia de Estudiantes, para Menéndez Pelayo tal filosofía disminuía la formación clásica y condenaba las humanidades a ser ciencias segundonas o dependientes del cientificismo. En el octavo y último libro de su Historia de los heterodoxos españoles llegó a sentenciar que los positivistas odian y menosprecian las humanidades y las relegan a una “metafísica fantasmagórica” (499). Recientemente, en el artículo “La recepción de la obra de Menéndez Pelayo y la creación de la ‘historia de las ideas’” (2014), Pedro Aullón de Haro hace caer en la cuenta de que, con su Historia de las ideas estéticas en España (1883 y 1891), Menéndez Pelayo se adelanta al tratado de Arthur Lovejoy, The Great Chain of Being: A Study of the History of an Idea (1936). 3 Hacia 1945, en la Universidad de Harvard, el dominicano Pedro Henríquez Ureña publicó Literary Currents in Hispanic America, que se considera una obra inaugural para la institucionalización de los estudios latinoamericanos en la academia estadounidense.5 Es de notar que, en dicha obra, Pedro Henríquez Ureña sugiriera que la historia literaria del continente –la del siglo XIX– debería escribirse “a partir de unos cuantos nombres: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó” (2008: 17). Esos “cuantos nombres” son de filólogos, críticos literarios y ensayistas. El que la historia literaria de la segunda mitad del siglo XX se escribiera principalmente alrededor de novelistas (García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Rulfo, Cortázar, etc.) hace pensar en un cambio epistemológico de la noción de “literatura”, probablemente operado por el formalismo y el estructuralismo, a tal punto que el llamado boom latinoamericano se conformó como un movimiento cuya jerarquía o juicio crítico fue menos estético que comercial –decretado por el nivel de popularidad y ventas de sus autores. El realismo mágico es un término filológico y de la crítica literaria, cuyo origen goza de toda legitimidad poética y aun ensayística si no se olvida que Alejo Carpentier, uno de sus principales cultivadores, también lo teorizó en varios ensayos. Sin embargo, por efecto de cierto anti-academicismo, el realismo mágico se volvió parte del discurso dominante (es decir: ideología), a tal punto que ha permeado la política cultural y turística 5 Esta obra fue traducida póstumamente por Joaquín Díez-Canedo y publicada en México en la colección de Literatura Moderna de la Biblioteca Americana del Fondo de Cultura Económica en 1949.
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