Manahuia

Manahuia/Mayo 2023 visibles: militarización y militarismo. Hasta hace poco, hablar demilitarización implicaba situarnos en un ámbito concreto de análisis, el de la seguridad pública. Históricamente, que no desde el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, las tareas de seguridad del Estado mexicano se han desarrollado con mayor o menor contribución militar; el papel del Ejército y su lógica de contrainsurgencia en los años sesenta y setenta es un ejemplo de lo anterior. En todo caso, la llamada “guerra contra las drogas” iniciada en 2006 colocó a las Fuerzas Armadas en la primera línea de combate y como actor principal de la estrategia de seguridad en ese sexenio, lo que hasta la fecha se ha continuado y profundizado con andamiajes legales, territoriales y presupuestales más apuntalados. La novedad del sexenio lopezobradorista radica en que las Fuerzas Armadas ya no sólo están en la primera línea de combate al crimen organizado, sino al frente de programas de gobierno, obra pública prioritaria y en la administración de instituciones y proyectos estratégicos en los que ni el Ejército ni la Marina figuraban con tal centralidad. Más aún, desde la tribuna presidencial se ha fortalecido la imagen de unas Fuerzas Armadas incólumes e incorruptibles, a las que se puede recurrir en todo momento -en realidad como primera respuesta- para la atención y resolución de prácticamente cualquier problema. Ante esta inesperada evolución del rol de la institucionalidad militar más allá de la seguridad pública, es que ha sido necesario recurrir a la distinción entre militarización y militarismo con miras a entender ante qué estamos y alcanzar a otear eventuales riesgos de la expansión del poder militar. De acuerdo con Peter Kraska, el militarismo es una ideología, esto es, un conjunto de creencias, valores y supuestos que subrayan la importancia del uso de la fuerza y la amenaza de la violencia como el medio más apropiado para resolver problemas. La militarización, siguiendo a este autor, es la aplicación de dicha ideología, lo que se traduce en asumir y aplicar los elementos de la doctrina militar a una situación particular. Para Daira Arana y Lani Anaya, la militarización es un proceso a través del cual funciones primordiales del Estado se llevan a cabo con lógicas militares, los problemas se observan desde una perspectiva de amenaza y se recurre a dinámicas bélicas para solucionarlos; mientras que el militarismo consiste en la preponderancia del poder militar sobre el poder civil en términos políticos. De manera breve, estas autoras sostienen que mientras la militarización responde a las preguntas quién (militarización directa) y cómo (militarización indirecta), el militarismo responde a la pregunta quién decide sobre quién en el sistema político. Si bien hay un debate abierto en torno al significado de ambos conceptos, lo cierto es que la realidad mexicana puede dar cuenta de ambos procesos: uno de incremento de quehaceres que se realizan con base en la doctrina militar (militarización indirecta), cuando no por las propias instituciones castrenses (militarización directa) vinculadas o no al ámbito de la seguridad; y otro de y otro de dominio de la racionalidad militar en la esfera política y, por tanto, en la intervención pública del Estado. Pero cómo llegamos hasta aquí. ¿En qué momento pasamos de hablar de la necesidad de desmilitarizar la seguridad pública y de retirar a soldados y marinos de las calles -antes de que avanzara siquiera la militarización en otros ámbitos de la vida pública- a prevenirnos por la preponderancia de lo militar sobre lo civil, constatando que un brazo de las Fuerzas Armadas de nuestro país -el Ejército-, lejos de tomar distancia de la tarea de seguridad, dirige hoy los esfuerzos en la materia y, todavía más -empoderado como está- alberga una estructura de espionaje ilegal usada en contra de personas defensoras de derechos humanos y periodistas sin ningún control? Detrás de la tormenta Si bien la respuesta a esta interrogante es también la crónica del sexenio, conviene recordar algunos de los hitos que podrían vertebrar dicha crónica y con ello mostrar la contundencia de un empoderamiento militar que sin controles civiles externos puede convertirse en el principal obstáculo para la defensa de derechos humanos y cualquier impulso democrático. El punto de inflexión fue noviembre de 2018, antes de que López Obrador tomara posesión como presidente de México. A mediados de dicho mes, con motivo de la presentación de su Plan Nacional de Paz y Seguridad, el entonces presidente electo anunció la creación de una Guardia Nacional como instrumento para combatir la delincuencia organizada y preservar la seguridad pública, integrada por cuerpos civiles y militares, pero con mando y adiestramiento a cargo de las Fuerzas Armadas. Aunque este plan incluía otros aspectos clave como procesos de justicia transicional, regulación de drogas y combate a la impunidad, el tema que terminó acaparando la discusión y el desarrollo de la política de seguridad, subsumiendo a ella todo esfuerzo orientado a la pacificación del país, fue el de la Guardia Nacional.

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