Gaceta de Literatura IBERO Puebla

Dieciocho, veinte... A los veinte traté de suicidarme porque ya no podía con todo lo que sentía, no funcionó. A los veintidós decidí ir con la psicóloga que me remitió con la psiquiatra —trastorno de ansiedad generalizada y depresión. Me diagnosticaron luego de casi seis meses en tratamiento. A partir de ese momento mucho de mi vida tuvo sentido. Después vinieron muchas terapias, sesiones en grupos, llantos, medicamentos y trabajo emocional. Hubo una época en que la vida se percibía más ligera, pero nadie te avisa cuándo, eso que trataste de eliminar, puede volver, o qué lo puede detonar.—La sanación no es lineal—. Me dijo la psiquiatra la primera vez que recaí. ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Volví a respirar profundo, tomé mis cosas y me levanté de la mesa donde todos estábamos comiendo y me fui. No me despedí. Quería irme de ahí lo más rápido posible porque la explosión me perseguía, necesitaba huir antes de que todo colapsara. Veintidós, veinticuatro, veintiséis... veintidós, veinticuatro, veintiséis... veintidós, veinticuatro, veintiséis... Todo el camino a casa estuve jadeando, sosteniendo el llanto, pensando en estos tres números y lo imposible que era visualizar los que le seguían. Mi mente estaba bloqueada, no podía pensar en nada más. Llegué y traté de resistir otro poco. Me tomé las dos pastillitas blancas que me habían recetado en casos de emergencia, tardaban de 20 a 30 minutos en hacer efecto. Me recosté en mi cama y comencé a sollozar, después vino el diluvio. Veintiocho, treinta… Treinta... Treinta minutos. Comencé a sentir mucho sueño y una tranquilidad inmensa. Yo no pedí depender de una pastilla en mis momentos de crisis, pero tampoco pedí que abusaran de mí un jueves, regresando de la escuela, mientras usaba la falda del uniforme. La imaginación es la loca de la casa. ―Santa teresa de Jesús

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