De niña estaba convencida que el amor era una constante tristeza para las mujeres. Ojalá pudiese decir que lo aprendí en las telenovelas (tan famosas en Colombia), pero fue precisamente en la cotidianidad donde sentí el dolor de mamá y las vecinas sobre sus desencantos maritales. Una y otra vez descubrían infidelidades por parte de sus maridos, se comparaban con mujeres más jóvenes y la rutina del «hogar» arrebataba sus épocas de baile, goce y placer. La situación no cambiaba mucho cuando debía acompañar a mi hermana con sus amigas: ellas, jóvenes entre los 14 y 16 años, dialogaban sobre los prospectos de novios soñados, muchos producidos en la música, los programas de televisión o las revistas famosas. Sin embargo, surgía en sus relatos el mandato de la «buena chica» valorada por su virginidad, el comportamiento «adecuado» en público y cierto grado de inteligencia sin opacar a los hombres. En todas ellas, las amigas de mi hermana, mi mamá y las vecinas, habitaban emociones políticas que las situaban, bien sea en el miedo al fracaso amoroso, la vergüenza por no sostener la «felicidad por siempre» o reafirmando la presencia de otras como enemigas del proyecto familiar. Me sentí abrumada por la idea de crecer y convertirme en «mujer». No quería un matrimonio y tampoco ser una «buena chica». Por el contrario, disfrutaba escuchar sigilosamente las historias de mi padre o los varones cercanos: ellos solían narrar experiencias basadas en placeres como viajes, fiestas, cenas o amores ocultos cargados de promesas, posteriormente superadas por una nueva «aventura». Estaba entonces ante dos mundos aparentemente lejanos: Uno traía consigo esquivar la naturalización del amor «doloroso»; mientras, el otro, subrayaba los modos en que varones son atrapados por la masculinidad hegemónica en una exigencia constante por negar sus fragilidades, relacionarse desde la cosificación de nosotras, convertidas en dadoras de cuidados y disponibles 24/7 para satisfacer sus necesidades. Con el tiempo las preguntas sobre y desde el amor fueron imposibles de ignorar, emergiendo en las palabras de bell hooks: «no sentirme preparada para amar ni ser amada en el presente» (2021, p. 10). Entonces tuve que hacerme cargo de cómo el amor lo reducía a una dimensión exclusivamente de pareja, heterosexual y, por supuesto, monogámica, sin posibilidad de ser expandido a otros vínculos, impregnado de plurales emociones más allá de la tristeza o el miedo, en apertura dulce con la soledad o encarnado en otros cuerpos no necesariamente masculinos. Yennifer Villa yennifer.villa@iberopuebla.mx
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