Leía, o eso pensaba, pero en verdad sus ojos recorrían el libro sin entenderlo realmente. Un sentimiento de angustia le embargaba. Hacía tiempo que el sueño se agotó y tuvo que levantarse. Preparó café, después se sentó en el sofá de la sala y tomó el libro a la mitad. Otra vez no se pudo concentrar en la lectura. Presentía algo, más bien encontraba indicios de su conversación con Roberto, le decía que era todo, su relación estaba agotada. Era cierto, ya no gozaban de estar juntos como antes. Cualquier pretexto era bueno para enojarse o sacar a relucir viejos y malos recuerdos de cada quien. Ya ni las simples cosas, como ver juntos el atardecer a la orilla del río, les daban placer. Roberto le dijo la noche anterior que se iba por un tiempo. ¿Se iría por un tiempo? Esa era la clave, el significado: «Me voy, todo se acabó». Entonces se preguntaba qué iba a ser de ella y este cuestionamiento la invadía con una profunda angustia que no podía controlar. Trató de sacar fuerzas, no sabía de dónde. Ella estaba consciente de que no debía dejarse caer, no debería de permitir que ese dolor que sentía en lo más interno de su alma la derrotara. Tenía que encontrar nuevos horizontes. Mientras tanto, tomaba su taza de café, y haciendo a un lado su lectura frustrada, pensó: «Hay que reinventarse. Me voy a pintar el pelo con un color azul fuerte, voy a cambiar de empleo y de Ciudad. Sí, eso es: me gustaría irme de aquí, conocer nueva gente, al final de cuentas mi trabajo me permite estar en cualquier lugar y ganar dinero. Vendo mi departamento, porque es mío, me lo heredó mamá. No. Mejor no. Lo alquilo y recibo algo de dinero. Por fin me iré de aquí, ya no aguanto este barrio. Haré lo que siempre quise. ¿Como qué? Ya sé, me voy a hacer vegetariana y practicar la religión hinduista. ¿Pero si eso me prohíbe casarme? No, no me importa que no me case, me dedicaré a la Dios Shiva, pero ¡quiero tener un hijo! ¿Y si lo adopto? No, los hijos adoptados después tienen un gran trauma, es el caso de mi amiga Bertha». Sentada en el mullido sofá de la sala, su mirada se movía sin ver los cuadros que colgaban en la pared. De pronto, como un imán, atrajo su vista el cartel que compró en el Museo D'Orsay: una buena reproducción de un cuadro de Modigliani. Una mujer desnuda, de cara larga. Se acordó de que el pintor se suicidó y pensó: Manuel Becerra Ramírez manuel.becerra@iberopuebla.mx
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