8 Entré en aquel pequeño restaurante. Tenía la sensación de que el cliché de una sopa caliente me consolaría. Llevaba días experimentando una tristeza profunda, totalmente desvitalizante. En ese momento solo había dos sensaciones que alcanzaba a percibir: el calor de inicio de primavera y la tristeza, que era más una experiencia de sentirme perdida y quebrada. Hice mi pedido y me senté a esperar la sopa reconfortante. No había más interés en mí que mirar el piso en un ángulo de 45 grados. Me senté y clavé la mirada en esa dirección. Repentinamente el piso se levantó. Una línea de aproximadamente cinco metros se había agrietado y, en una sutil pero súbita explosión, el piso que miraba se había levantado. —¡Rompí el piso con mi tristeza!— pensaba yo, mientras volteaba a mi alrededor para confirmar si tenía algún testigo, no del piso roto, sino de la intensidad de mi tristeza. ¿Alguien que estuviera ahí había podido ver lo perdida y quebrada que estoy? Un policía, y dos personas de mantenimiento se acercaron, y miraron el piso con una combinación de susto e incredulidad… —¡Señores! ¡Una disculpa! ¡He sido yo, yo rompí este piso! resulta que ando rota por dentro, y aunque intento no romper nada del exterior, por un instante no lo pude evitar. Meses atrás, en un absurdo descuido había perdido una brújula que traía conmigo desde que era pequeña. Me gustaría hacer una descripción fantástica de ella, un objeto mágico, pero no. Era una brújula sencilla, simple. No tenía oro o diamantes, no tenía poderes, solo era objeto con su utilidad básica, dar dirección. Para mí eso era suficiente. A veces me incomodaba traerla, después de todo soy una persona que se inclina por el viaje ligero, pero traerla conmigo, la usara o no, me daba una sensación de seguridad y certeza. Esa era su magia, ese era su gran poder. Mi perro Boliche había encontrado mi brújula y en su naturaleza la había masticado, destruyéndola casi por completo y dejándola inservible. Me había enfurecido su torpeza animal, pero Boliche era un perro que amaba profundamente sin saberlo. María del Rosario Briseño mariadelrosario.briseno@iberopuebla.mx La brújula, el perro y el piso roto 9 Había llegado a mí un sábado por la noche. Detesto a quien necesite de mí para sobrevivir, y tener un perro, me hacía sentir molestamente necesitada, sin embargo Boliche se acercó a mi, me olfateó y empezó a juguetear confiadamente conmigo. Su jugueteo me gustó, y cómo me miraba…parecía que alcanzaba a verme profundamente, como si fuera capaz de abrir una puerta que yo había cerrado con llave. Los primeros días que Boliche estuvo en casa me sentí muy nerviosa. Mi casa era un espacio muy apacible, cómodo y limpio. Y los movimientos de Boliche me provocaban una sensación de vértigo y angustia. Decidí mandarlo a vivir al pequeño y desolado patio trasero, pero a cambio no jugaba con él ni me hipnotizaba con su mirada invasiva. Así que lo metí de nuevo a casa. Un día me tendí en la cama para leer, y el corrió a acostarse junto a mí, se enrolló y se pegó a mi cuerpo. Era tan incómodo, él siempre tan necesitado, tan invasivo de mi espacio, de mi temperatura, de mis movimientos, muchas veces le dije que se bajara pero él se quedó, se acomodó a mí antes que yo a él. O mejor dicho, me tomó más tiempo a mí que a él descubrir lo cómoda que era su presencia y compañía. En contra de mis principios, empecé a llevar a Boliche a todas partes, ahora mis caminatas por el parque eran guiadas por él, empecé a visitar constantemente el mismo restaurante donde había platos para perros, y llegar a mi casa a encontrarlo con su mirada invasiva y su jugueteo. Después de que masticó mi brújula, me enojé tanto que en un descuido dejé la puerta abierta. Y Boliche se salió. Durante 15 días esperé su regreso. No sucedió. Me quedé sin brújula y sin perro, con la sensación de estar perdida y quebrada. De nuevo en mi espacio apacible, cómodo y limpio. Por ahora, solo me queda romper pisos con mi tristeza, y que algo bajo las grietas pronto pueda sorprenderme. Artefacto poético. Paola Martínez Núñez.
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