6 I. Se mueven sus hojas como el pensamiento inflamado. Respira, hacia adentro, desde esos pulmones que el viento deja inasibles. La vorágine de calles me había orillado a terminar aquí, viéndolo. Altivo, y yo en el suelo. Una de las llantas, chueca por la violencia del coche había perdido su geometría original; tirada y derrotada como si un paroxismo le hubiese torturado el cuerpo hasta dejarla desfigurada: como si a mitad del ataque se hubiera rendido. Mis manos todavía aferran la silueta desaparecida del manubrio. Están perplejas. Tengo entre mis manos el fantasma del regreso a casa. El conductor se acerca y me mira desesperanzado en el suelo—tal vez mira un charco de sangre o la bicicleta parapléjica como testimonio de su velocidad. También, a través de sus ojos fríos, veo mi muerte inminente. Pero el árbol sigue respirando. II. Se subió al escenario con la guitarra. Tenía en una mano la madera de su acústica y en la otra una botella de agua. Estaba nervioso. Sudaba. El corazón, probablemente, le latía muy rápido. Para evitarlo empezó a afinar la ya previamente afinada guitarra. Ajustó el micrófono. Le dio golpecitos en la cabeza para confirmar que el sonido saliera de él. Tomó un sorbo de agua. No sé por qué estaba yo ahí escuchándolo cantar, como animal exiliado, sus sollozos lamentables: su difuminada voz que salía de un diafragma de niño pidiendo ayuda, buscando a mamá. Sus dedos en la guitarra eran como estatuas de mármol, inflexibles y atrofiados: como si estuvieran rotos. Yo dejé de tocar la guitarra hace años. Mi papá la había tirado a la calle justo cuando el camión de la basura pasaba a toda velocidad sobre el pavimento ya unido con las cuerdas de la guitarra: y el brazo (después tatuado), y el traste (siempre limpio por disciplina militar) y el mástil como de barco perdido en la neblina de los mares. El guitarrista acabó. Se levantó. Vio con tristeza el escenario y dejó la guitarra tendida sobre el piso. Se sacudió las lágrimas con el torso de la mano y me miró. Yo era el guitarrista del escenario. Emiliano Gael Ortiz Jiménez emiliano.ortiz@iberopuebla.mx Miradas 7 La lluvia está en la puerta baja la mejilla es una nube que llovió demasiado y se rasgó el vientre con dos montañas agua que baja la vista y se encharca en la entrada de la casa. La lluvia está en la puerta es un lagarto inconsolable con el pecho al ras del suelo y las garras en las ventanas. La lluvia está en la puerta baja la mejilla para ver quiénes habitan la casa no hay nadie más tarde no lloverá. Tiene fin el orgullo de las nubes animales de pecho inflamado que soplan la piedra la lluvia morirá en la boca del león pero no fue así. La lluvia está en la casa y toca en su trompeta una canción pluvial. La l l u v i a e s t á e n l a p u e r t a Francisco González Jassí josue.gonzalez@iberopuebla.mx detalle de «The Pic-nic». sin autor.
RkJQdWJsaXNoZXIy MTY4MjU3