7 tado, o las sirenas anunciando los bombazos sobre Leópolis, o la voz de los Médicos Sin Fronteras que decidieron abrirte una, dos, tres veces; o el video de Morgan Friedman recitando el poema de William Henley que repetías cuando la muerte estaba al lado, o el bip-bip-bip de las máquinas conectadas a tu cuerpo tan blanco, o el momento previo a la emboscada en el que decidiste sentarte atrás, o la jeringa amarilla con la que te inyectaron en todos los hospitales, o la congoja simple, o el abandono en aquel hospital de guerra en la que te sentiste el hombre más solo del mundo ¿Recordarás mis doce llamadas ese domingo desde México? ¿Qué recordaré yo, Juan? El primer abrazo, las uñas sucias con tierra negra y sangre seca («es la sangre de Brendt»), las heridas tan hondas, las venas tan perforadas, los párpados tan arrugados, la anemia en el rostro, las llamadas de tu mamá con ruegos porque le dijera la verdad, las tardes y la ansiedad, las noches y la fiebre, el avión miniatura que atravesó medio mundo para llevarte a un lugar seguro, el beso que me lanzaste desde la camilla cuando el avión despegó, los treinta minutos en un aeropuerto perdido de Islandia, su viento huracanado, los trece agentes del FBI que nos esperaban en la pista de Teterboro con preguntas que apuntaban como armas: ¿Qué hacía en Ucrania? ¿Qué relación tiene con el muerto? ¿Qué pasó ese día? ¿Quién disparó? La médica que decidió enviarte a casa con el dolor más cruel, las lágrimas cuando entraste a casa en el piso once, tu mesa de noche con pastillas azules, blancas, amarillas, cuadradas, circulares, ovaladas, la enfermera china, la venezolana, la de pelo rizado, la rubia, la negra, la gorda, la amorosa, la preocupación por la vida de tus bonsáis, la fiebre alta, la carne desgarrada en la herida, los vendajes con aguasangre, mi frustración, el cansancio, tus ojeras que nunca se fueron, el último abrazo. 3. Vamos a recordarlo todo: que somos amigos. Aeropuerto Chopin de Varsovia. Mauricio Builes. 10 C A E R Roberto Pichardo Ramírez roberto.pichardo.ramirez@iberopuebla.mx U De un momento a otro, soy consciente de que mi ritmo es peor que al principio. Me llevo la mano al muslo izquierdo. Duro como ladrillo. Palpo el derecho. Normal. El escozor en la ingle zurda arrecia y trato de bloquearlo de mi mente con los gritos guturales que salen de los auriculares inalámbricos. Siempre me ha gustado hacerle frente a mis inseguridades con la música más rápida y brutal que pueda encontrar. Es el grupo Pupil Slicer el que me saca de mis pensamientos y me arroja a los instintos básicos de supervivencia. You will suffer! You will suffer! You will suffer!, ladra la vocalista, una mujer que bien podría haber asesinado a alguien en el estudio de grabación mientras hacía las voces de «Wounds Upon My Skin». Otra vez me tomo la pierna maltrecha y mis movimientos se vuelven torpes. El rebote del piso se agudiza y mis pasos pierden firmeza. «Tienes que observar una línea recta. Paso firme. ¡Paso firme!», decía un instructor de internet. El sudor de mi frente se abraza al bloqueador y se desliza desde el centro de mi frente hasta el centro de mi nariz aguileña. Van ocho kilómetros. La meta del día es correr diez. El nudo en la nalga del kilómetro tres descendió al tendón de Aquiles en el kilómetro seis. De ahí ha bailado por toda mi pierna como lava encapsulada en cristal. Pero sigo corriendo. El pánico de una nueva rotura me empuja a barrer la acera con los espectros de las lesiones pasadas. Ahora son los Slayer quienes marcan mi cadencia con su iconoclasia de inspiraciones satanistas. La violencia de Tom Araya me perfora los tímpanos y espero el momento en que el cantante estalle en mil pedazos entre el azote de guitarras y batacas. Del pinchazo paso a sentir una gota helada que me recorre toda la pierna, desde la ingle hasta el talón. Me palpo y no encuentro nada, solo la mugre de la mancha urbana acumulada en mis manos, igual que en mi aliento ácido. Enseguida, por el mismo trayecto que la gota fantasma, desciende un hormigueo parecido a un mareo, como el estruendo de un relámpago que estremece los cristales de las casas de campo. 11 Pero sigo avanzando. Mi rostro se tensa y las personas a mi alrededor me miran con morbo, como si pudieran ellas también sentir el músculo que palpita exigiendo tregua. No paro de revivir las veces que pasé por esto en el pasado: el olor del quirófano; la sensación de mis pies descalzos en la banda eléctrica; mi piel quemada por ungüentos y cintas con pegamento; mi cuenta bancaria por los suelos, y la mirada idiota de la mujer de los seguros diciéndome, en su lenguaje de abogada, que me vaya a la mierda. La fobia a mi propio cuerpo secuestra mi respiración. Mi pulso se desboca y de repente soy consciente de venas que normalmente prefieren vivir en el anonimato. Ya van nueve kilómetros. Ahora es el maldito socarrón de Henry Rollins y su cuerpo perfecto quien se burla de mí con la letra de «Gimmie Gimmie Gimmie», de Black Flag. Diviso mi punto de salida, ese que tengo memorizado como la esquina exacta en la que termina una carrera de diez kilómetros con seis vueltas a la cuadra. Una agujeta pérfida se libera del nudo y me hace trastabillar. Caigo a un costado de un coche con el motor encendido. La sangre de mi rodilla se mezcla con la mugre en mis manos y la basura de la avenida, además del bloqueador y el sudor. Una lágrima extraviada corona el lodazal que cubre la nueva herida, y todos los sonidos se esfuman para dar paso a un timbre agudísimo en mi oído. Carducho, Vicente, Demonio. Biblioteca Nacional de España. 6 Cuarenta días de dolor Mauricio Builes mauricio.builes@iberopuebla.mx 1. Juan, ¿estás bien allí? 2. Muchos años después nos preguntaremos, cuando esta guerra haya terminado y otras siete hayan iniciado, ¿Qué recordamos de esta época?, de estos cuarenta días juntos en Varsovia y Nueva York, de estos días de dolor y manos empuñadas, de camillas, de opioides, de sangre y de mierda, de trenes, ambulancias y enfermeras, de gritos urgentes, de gritos de auxilio, secos, tristes y ahogados. ¿Qué recordarás tú, Juan? Los cantos de las mujeres ucranianas cuando te evacuaron de Kiev, o la metralla atravesando las latas del auto donde viajabas con Brendt y su cuello roto-ensangren- [Kintsugi] Daniel Wence Partida daniel.wence@iberopuebla.mx El kintsugi es una técnica de restauración japonesa aplicada tradicionalmente a la cerámica. Consiste en unir los pedazos de un objeto de cerámica roto; el resultado es una pieza similar pero distinta a su forma original. Única. Para conseguirlo, los artesanos japoneses utilizan como pegamento un barniz de resina espolvoreado con oro o plata. Si queremos comprender el principio del kintsugi es importante entender que una pieza rota no volverá a ser la misma y aprender su valor, su belleza nueva. Yo he levantado los fragmentos de este objeto que soy. Trozos que se han desperdigado a lo largo de mi edad: unos estaban allá, debajo de la cama de mis siete años. Otros en el ropero a los catorce. Otros, en el cuarto solo de los veintiuno. Y otros más en la sonrisa resurgiendo a los veintiocho como quien sale, por fin, de su escondite. En mis brazos están las grietas, que brillan con los años ante mí. Son inscripciones que relatan mi historia. Las cicatrices, entonces, ya no me duelen. Esta edad me ha revelado que el cuerpo doliente es hermoso. Que podemos apreciar las cicatrices aunque nos hayamos dicho antes que somos rotos. No creo en la belleza intacta y creo, en cambio, que la rotura puede tornarse brillante si la tratamos con nuestras propias manos o palabras.
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