9 Regresé a casa, la calle estaba sola y hacía harto frío, lo que no impidió que mi antojo llegase aún caliente. Un trago de coca pa’ abrir garganta y un eructazo. Abrí la cemita, su sabor era, pues, normal, vaya, nada del otro mundo, ni malo ni bueno, ni excelente, ni regular, le puse salsa a ver si levantaba y lo hizo: se compuso tantito. Un mordisco, dos, tres más, hasta que me acabé la primera. Más coca, más eructos, ¿sigo con hambre? mmm creo que sí. Abrí la segunda y le di el primer mordisco... Repentinamente, a mi mente regresaron los recuerdos del crucero y del carrito, los detalles de la pintura, el suelo sucio, los ingredientes al aire libre, a merced de los microorganismos y hasta del mismísimo Covin diecinueve; vi de nuevo la cuchara doblada, los pelos despeinados de «La Tía» y su postura desgarbada, recordé el tono chilango un tanto desagradable del taquero, pero sobre todo, vi muy claramente la imagen del guacamole ya viejo, casi negro que le embarraban a mi cena y en cámara lenta, mi subconsciente, antes cegado por el hambre, me hizo ver la repetición mental de cómo el improvisado chef, bajo la luz de neón verde, colocaba con mucha pericia y con las manos quizás limpias, la cebolla, el cilantro y, por qué no, la propia carne. Se me cerró la garganta, paré de comer, me di un trago de coca y ya no eructé, confundido, me acosté a dormir. Lo bueno fue que no me dio diarrea, sino gripa. Cemita poblana. Bibiana Ramírez. 8 Daniel Oscar D’Aubeterre Rangel daniel.daubeterre.rangel@iberopuebla.mx Anoche, movido por el hambre, decidí salir a la esquina por una cemita al pastor. Al llegar a la encrucijada que separa el Oxxo de la gasolinera y del camino a Coronango, advertí que tanto los de Suadero como los «Al pastor» que pretendía comer del «Sabrobroso», estaban cerrados. Fue así como me di cuenta de que el único changarro abierto hacia las 12 de la noche en mi barrio, era el de «La Tía». Es una esquina que no suelo cruzar; un terreno ya polvoso por el que pasan muchos camiones cerca, los perros tampoco pasan, se regresan, y tiene un aire lúgubre y extraño, sin embargo, la tripa pudo más y crucé. Ahí estaba la Tía, una señora bajita y despeinada que parecía estar pelando ajos, el taquero (que a lo mejor es su yerno) y su hija. Es un carrito blanco y viejo, remendado, chocado, pintado y repintado, mil veces remendado, que flota sobre el pavimento reposando sobre blocks de concreto. Así, con la valentía de quien ya ha cruzado hacia la zona de lo desconocido e inesperado, pedí dos cemitas de bistec, evidentemente con todo y para llevar. Mientras esperaba, otro hambriento, confiado y desconocido caníbal, detuvo su carroza Chevy para pedirse senda ración de tacos, lo cual incrementó mi certeza de que todo estaría bien. Cuando estuvo la orden, pedí salsa de cacahuate, cortaron los limones en mil pedacitos pequeñísimos (porque se disparó el precio) y hasta con rábano, me dieron mis dos cemas. Todavía estaba abierto el «Mambo», la otra tiendita, así que pasé por la respectiva coca (pa’ que resbale). Literatura para hambrientos daniel.daubeterre.rangel@iberopuebla.mx - - ,
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