13 Jessica Rodríguez Reyes jessica.rodriguez.reyes@iberopuebla.mx Un fantasma alberga mi corazón, vive encarnado en cálido recuerdo. El momento marca que el tiempo pierdo, tu partida me arroja al desazón. El hubiera ya no hace quemazón, pues aun cuando todo parece incierto amándote prometo que no has muerto, sanando el dolor que deja hinchazón. Aceptaré eso que solo Dios sabe, lo que ahora he de sufrir por amarte. Mientras en mi memoria aún te grabe, tal vez mi ser no pare de buscarte. La espera no aparenta ser tan grave, hasta allá en el cielo pronto encontrarte. gallica.bnf.fr/ Biblioteca Nacional de Francia. Limbo entre dolor y amor 4 nadie desea que las palabras caigan al vacío Gaceta de Literatura IBERO Gaceta de Literatura IBERO 5 José Luis Camacho Gazca joseluis.camacho@iberopuebla.mx Se le han atribuido al lenguaje y a sus constructos las más hábiles comparaciones. También las más disparatadas. Se han comparado las palabras con los bálsamos, con las plumas de un ave, con la risa de Dios, con las caricias o los gestos reverentes. Se han asimilado con armas de toda índole, con los propósitos más variados: penetrar los corazones, romper océanos de hielo, lanzar dardos ardientes o hacer retumbar la tierra. Se les ha dado el poder de curar o de herir, de otorgar autoridad y de arrebatarla, de ensalzar y de humillar. Se les ha reconocido como el armazón de mucho de lo que nos sostiene, de lo que nos hace aspirar a algún tipo de plenitud, de lo que nos motiva a dar batalla un día más y a plantar cuando no hay ninguna posibilidad a la vista de cosechar. Con palabras construimos razones para no caer, motivos para evitar la desesperación, llamadas de auxilio y salmos de agradecimiento. Y podemos diferir sobre su origen, ya sea que pensemos que son un don que viene de lo alto o que son lo único que nos hace distintos a la flor y la bestia. Sin embargo, sí podemos afirmar que hay consenso sobre su destino: nadie desea que las palabras caigan al vacío. Deseamos que retengan su dignidad y poder sin importar si son pronunciadas en el altar o en la mazmorra. Sabemos esto porque las palabras tienen también una condición trágica: su poder es proporcional a su vulnerabilidad. Pueden ser usadas, vejadas, despojadas, desechadas o ignoradas. Frecuentemente se convierten en mercancía o se extravían en el flujo de un aparato que las convierte en pixeles. Pero aún, pueden desatar al mal, conjurar una maldición o mover los corazones a una zona gris donde nada germina. Escribo esto en un momento en el que las palabras podrían, en cualquier momento, hacer llover fuego sobre millones de personas. En instantes como éste, pienso que esa posibilidad está ahí, en parte, por lo que las palabras han perdido. Si las palabras no pueden salvarnos es porque las hemos vaciado de contenido. Incluso las más importantes, las que en otro tiempo alguien nos propuso como algo por lo que valía la pena dar la vida. Y si no nos sirven ya de nada, es posible que muchos caigan en la insolencia de pensar que ya no vale la pena estar aquí. Yo quiero estar aquí a pesar de que sea un lugar frío y difícil, donde las palabras bellas deambulan entre espectáculos grotescos. Quiero estar aquí para que las palabras caigan donde puedan dar fruto. Si no lo logran, abrazaré momentáneamente el silencio. Y eventualmente, volveré a la palabra. Editorial 12 María del Consuelo Ávila Vaugier consuelo.vaugier@gmail.com Me habito, me zambullo en un río de estrellas para nadar en las suaves aguas de la soledad. Las voces a mi alrededor callan, recorro el sendero iluminado con velas que lleva a mi astral interior, para descubrir el jardín de hinojos donde mi yo se adentra en su sombra. José Pablo Benítez Ruiz josepablo.benitez@iberopuebla.mx El viejo roble del bosque se desplomó a mis espaldas; sin embargo, no produjo sonido alguno al momento de impactar con el suelo. Por supuesto esto no tiene sentido, pues si yo estuve ahí y pude haberlo escuchado, el árbol hubo de producir, de facto, algún tipo de ruido. Mas no lo hizo. Y de ello sólo puedo inferir una cosa: que el roble no existe ni existió jamás, ni cayó en medio del bosque para ser percibido por nadie. Por esta razón no resonó en el soto, y no generó en mí ningún tipo de impresión. *** No obstante, el hecho es que el árbol cayó, pues se encuentra ahora mismo frente a mis ojos. Abatido, derribado, aliquebrado; pero allí. Por ende, puedo suponer que se desplomó y, al hacerlo, hizo retumbar con violencia los oídos mismos de la tierra. Y aun si yo no lo noté, alguien debió de estar ahí para presenciar el estrépito. Quizás fue Dios, o tal vez fue el roble quien escuchó su propio caer. De cualquier modo, es indiscutible: el roble existe, cayó, y, al hacerlo, produjo algún tipo de sonido. Luego, si el árbol existe y resonó, la única explicación posible al porqué no le escuché es, en verdad, que yo no existo. Más aún, que jamás lo hice. Q.E.D. NOÚMENON Cuando me habito
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