Contratiempo

ContraTiempo | 7 OPINIÓN E l 2020 parecía un año como cualquier otro. Lo ini- ciaba, como todos los demás, comiéndome las doce uvas: cada una, un propósito. En realidad, los propó- sitos parecen no cambiar mucho año con año –ni tampoco el color elegido de los calzones–. Por lo general, durante los primeros meses del año estamos aún comprometidos con ellos y hacemos lo posible para cumplirlos. Los primeros meses del 2020 no fueron la excepción; pero poco sabría, y tampoco lo habría creído, aunque me hubiesen avisado, que desde mediados de marzo hasta la fecha, debido a la propagación mundial de un nuevo tipo de coronavirus, me la pasaría encerrado. Y déjenme decirles que enclaustrar- me no era uno de mis propósitos. A pesar de la reclusión, la pandemia ha permitido que esté en un loop constante de reflexión sobre mi estilo de vida preCOVID-19. Pensamientos, que generalmente acom- pañan mis noches y cuestionan mis hábitos, gustos, ne- cesidades; así como mi nivel de consumo, de ahorro, de autocontrol y de privilegio. Así, desde que inició la cuarentena, mucho se ha hablado el verdadero lujo que representa la posibilidad de quedarse en casa, de hacer home office , tomar ciberclases, de orde- nar por internet el súper y que llegue a la puerta, etcétera, etcétera, etcétera. Tal privilegio en las circunstancias de cri- sis sanitaria, exhibió las deplorables condiciones sociales y económicas en las que viven la mayoría de los mexicanos, lo que por fin generó un diálogo que llevaba años de fondo en las discusiones cotidianas sin captar la mayor atención. En este sentido, en mis comunes desvelos, revivo en la mente dichas problemáticas que aquejan al país, acre- centadas por el virus. El trabajo informal es uno de los más sonados actualmente, por lo que es uno que frecuentemen- te inunda mis pensamientos; un gran número de la pobla- ción que trabaja en estas condiciones vive ‘al día’, por lo que acatar cabalmente el ‘quédate en casa’ no es opción. Sin embargo, es la ausencia total de prestaciones de ley lo que los pone en verdadero peligro, al tener en cuenta que la seguridad social es una de ellas. Por ello, mientras el resto de la población se queja que la gente sigue salien- do, los comerciantes informales repiten “claro que me da miedo el coronavirus pero, la verdad, me da más miedo morirme de hambre”. Ojalá que los conflictos nocturnos y las horas en vela reflexionando sólo giraran en torno a la informalidad; pero este no es el tema que me quita el sueño. La enfermedad ha expuesto problemas mucho más profundos: para empe- zar, el escueto acceso a la salud pública de calidad, el ur- banismo cochista y las nulas políticas de desempleo en el país; seguido de la violencia doméstica y los feminicidios que no bajan incluso con el resguardo, donde se hace evi- dente que en la violencia sistémica de género nada influye la vestimenta, ni la edad, ni el lugar. Y para concluir mis debrayes de insomnio, me pregun- to cómo se cumplirán las medidas de prevención que tanto insiste la OMS, si en México no todos gozan de sistemas de drenaje y otros menos de acceso al agua; aunque no vaya- mos muy lejos, para hacer la cuarentena se debe poseer al menos un espacio para confinarse. Se hace evidente, entonces, ante el panorama abruma- dor que me impide dormir, que debo ser consciente de mi privilegio y agradecer no sólo el techo sobre mí cabeza y el agua que sale del grifo, sino también que los días pasan y mi familia está sana, aquí, conmigo. Antes de la pandemia era difícil, por el trabajo o la uni- versidad, que toda la familia coincidiera para comer juntos –y eso que somos tres–. La excepcionalidad del COVID-19 ha traído consigo hechos sin precedentes en mi hogar. La dinámica familiar cambió, y ahora compartimos más que las comidas. En las mañanas, el café y los desayunos ri- cos en gluten no han faltado; las tardes se dedican a ju- gar Scrabble o una partida de cartas, y las noches son de películas y palomitas. Incluso, en lo personal he retomado el libro que tenía abandonado y me las he arreglado para poner varias piezas del rompecabezas que llevaba sema- nas en la mesa del comedor. Esta nueva mecánica en donde el tiempo parece inago- table, conlleva un último delirio noctámbulo que me parece pertinente considerar. Constantemente queremos aprove- char al máximo el tiempo, ser ‘productivos’, tanto que pla- neamos cada paso que damos. Estamos acostumbrados a la vida de caos, tráfico y ruido; y no me sorprende que tan pronto inició el encierro, todos buscaron refugiarse en algu- na actividad que probablemente no hacían antes para ha- cerse sentir útiles –los rompecabezas agotados en Amazon son prueba de ello–. Pareciese que ponerle pausa al ritmo o dejar de ser productivos es ilógico y una completa gro- sería... Y quizás sí lo sea; hacer nada es un lujo de muy po- cos; de tal modo, quiero pensar que esta experiencia nos invita a ser más empáticos y sobretodo más conscientes de nuestros privilegios. Para concluir, basta decir que mis propósitos de Año Nuevo se han vuelto insignificantes. Siendo honestos los olvidé más pronto de lo que habría creído. Y realmente ya no importa, pues cuando todo acabe, tendremos otros pro- pósitos adecuados a la realidad venidera. Dormir tranquilo sabiendo que todos gozamos de las mismas condiciones es un buen primer propósito.

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