Contratiempo

EN LA IBERO ARTE U IVERSITARIO frente a sus ojos pero le sonreí, el joven se veía muy contento de estar en mis tierras. Se acercó a mi mesa y me preguntó si yo elaboraba esos bordados y si yo misma cose- chaba esas semillas, y orgullosa le dije que sí. Sorprendido me preguntó mi edad, me reí y le dije que no se fuera a ir para atrás. “102 años, joven”, le dije con voz victoriosa. “¡102! Pero madre, si usted está entera. Debo suponer que es usted la dama más lon- geva del lugar”. “Nomás soy de buena madera, hijo”, le respondí bien estirada. “No cabe duda que troncos así ya no hay. Dígame, mi señora ¿cuál es su nombre?”, me preguntó con cierto interés desconocido. “Yatzil Chimay, para servirle”. Después de eso me dijo su nombre, se llamaba Alejandro y había vivido 22 primaveras. Me preguntó si sabía mi historia y ¡claro que me la sé!, es más, ya les he platicado a uste- des los que me leen, un pedacito de ella. Le dije con mucha seguridad que sí, él, retador y perturbado por mi respuesta, me preguntó si yo sabía leer y escribir a lo cual yo le dije que no. No. No sé leer y tampoco sé escribir pero nunca lo he necesitado. Sé hablar, sé lavar, sé trabajar, sé cocinar, sé escuchar y sé sentir. No he necesitado nada más en mi vida y soy feliz. El joven me pidió que le contara mi historia. Muy contenta de recibir una visita prendí la leña y calenté agua para ofrecerle un café. Maté una gallina, corté unos chiles, hice una bola de masa y cociné para él un horneado a la leña. Vi que se lo comió muy a fuerza, seguro no le gustan esos chiles, ¡pero qué tonta! debí usar otros. Después de comer y escuchar mi historia, el joven me explicó, con una libreta diminuta en la mano, que esa no era mi historia. Bajó de su caballo mecánico unos libros más pesados que mi mesa, libros que apenas él podía cargar. Me dijo que esa era La Historia. Que él estaba dispuesto a enseñarme a leer y a escribir para que yo pudiera conocer La Verdadera Historia a cambio de mis me- morias para su estudio. ¡Pero es que en mi cabeza no existía tal cosa!, no podía concebir la idea de una historia verdadera porque entonces significaría que la mía era la falsa. ¡Pero si yo la viví! ¿¡Cómo podría ser falsa si yo estuve ahí!? Si fueron mis manos las que sem- braron esas semillas, mis oídos los que escucharon las historias de mi padre y mis mejillas las que recibieron los besos de mi madre. Fueron estos mismos ojos los que vieron a mi marido irse y a mi hijo convertirse en un río de sangre. ¿Cómo no iba a ser la historia verdadera si yo fui quien la escribió cada noche en mis sueños y cada tarde en mis recuerdos? ¿Cómo? “Discúlpeme joven, pero esta es mi historia. Lamento mucho que no sea La Verdadera Historia, pero a mis 102 años no tengo interés alguno en aprender a leer y a escribir la historia de alguien más, de quién sabe quién. Le agradezco su compañía, su interés en mis memorias y su sorpresa ante mis primaveras, pero si no es esta la historia que usted esperaba, lo invito a retirarse”, le dije con la voz temblorosa y avergonzada. “No se preocupe, mi madre, lamento mucho que aún haya gente tan necia que no quiera progresar. Por esto, por señoras necias como usted, se pierden las anécdotas y leyendas y no se conoce La Verdadera Historia”. El joven se fue furioso. Debo confesar que me sentí mal un par de días por no haber podido ayudar con su estudio que tanta lata parecía darle, pero yo sigo aquí.

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