Contratiempo
ARTE UNIVERSITARIO S oy Yatzil Chimay Aj Lachu Canul, hija de mi padre, Aj Sintu Aj Lachu Choj’ixchuch, y de mi madre, Catzim Canul Balam. Tengo ya 102 años de andar besando árbo- les y sembrando a sus hijos por lo que espero comprendan que de mis abuelos solo recuerdo sus nombres: mi padre fue semilla de Jut’ajpum Aj Lachu y de Ix Nora Choj’ixchuch; mi madre nació de dos árboles frutales: Canek Canul y Nicte ha Balam. Mi madre me contaba que nació entre las huellas de los mayas y el templo de Kukulkán por allá del 1900, pero mis abuelos Canek y Nicte eran grandes aventureros que no que- rían que su hija viera las mismas hojas y la misma caliza el resto de su vida, tampoco querían cosechar el mismo zea mays ni ver la misma arena blanca, así que decidieron viajar. Anduvieron con mi madre en brazos caminando hasta encontrar el lugar en donde su corazón se sintiera contento y, 32 días después, lo encontraron. Había pasto, mucho pasto. Habían más arboles de los que pudieran contar y reconocer, mil y un cosas nuevas, plátanos en cada esquina y matas que se caían por el peso de tanto cacao. Hacía calor como en su tierra pero se sentía diferente, me cuenta mi madre que mi abuelo le decía que en su tierra, se quemaba el cuero del brazo cada vez que recogía el maíz y en su nue- va tierra se le escurría la vida por los huequitos de la piel y así aliviaba las quemaduras. Mi padre nació y creció aquí. Mis abuelos también y sus padres y abuelos también. Todos ellos se habían dedicado al comercio de la res y el cerdo de generación en gene- ración, hasta que mi padre conoció a mi madre. Se la robó a los 16 años porque, según él me contaba, no podía vivir un día sin ver sus hermosos ojos de jaguar. Un año después nací yo, su venado amado, como él me decía. Me enseñaron a sem- brar maíz, frijol y tulipán como mi madre y a vender reses y cosechas como mi padre, poco tiempo después aprendí a bordar los tulipanes que sembraba y a despellejar las reses para hacer con su cuero cosas que vender. He vivido en esta choza toda mi vida, nací en esa esquina cuando no había nada más que un catre de mimbre donde me solía dormir mi mamá, puedo decir que he avanzado algo en estos años, ahora ya tengo una hamaca donde pasar mis noches y una mesa donde comer mis guisos. Yo también me casé pero mi marido se fugó cuando supo que andaba panzona, si supiera que poco tiempo después perdí a mi chiquito quizá se hubie- ra quedado y hoy no estaría tan arrugada y tan sola. Todos los días me levanto cuando se levanta el Sol, tomo mi pozol, riego mi cultivo, bordo mis tulipanes y alimento a mis gallinas. Salgo, saco la mesita donde como mis gui- sos, pongo mis bordados, mis semillas y mis cosechas, y me siento a esperar que alguien venga y quiera llevarse mis cosas para adornar su casa, su cuerpo o su panza. Llega el medio día, prendo la leña, saco la olla y hago mi guisado. Meto la mesa y quito el mandado. Como el guisado, limpio el plato, ¡qué delicia he preparado! Saco la mesa, pongo el mandado y espero a que alguien se haga el interesado. Cae la tarde, meto la mesa, quito el mandado, prendo la leña, hiervo el café ¡qué día tan cansado! Así habían sido mis días por 102 años, hasta aquel martes en que un caballo mecánico se detuvo frente a mi hogar. Se bajó un joven blanco como un papel, alto como un árbol y con problemas de la vista, adiviné, pues no podía dejar de ver esas dos lupas gigantes YATZIL NO ES LA Por Elisa Lezama García Estudiante de Literatura y Filosofía
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