Contratiempo

8 El tango resuena en el cabaret "Siracusa" y las luces se pierden entre el humo de ci- garro. Las mujeres de la calle se pintan los labios para después pasearse entre las mesas buscando quién les invite una copa o las lleve La maison du rouge y sus cinco pisos de hotel barato frente al Parque Ánimas, a tres calles del club. Así es siempre la vida en este lado de la ciudad, la gente se sumerge en la miseria, la zozobra y la decadencia. Todos los días, alguien se pierde en el fango que cubre los barrios pobres, con cada amanecer la carencia arranca una vida. Pero, en el cabaret, la crueldad del exterior parece inofensiva, todo el dolor se desvanece con licor bañado de la voz de Gardel. Las heridas se cierran al bailar esas canciones argentinas y, al escuchar aquellas ocasionales melodías francesas, uno es más afortunado. ¡Qué vida la mía! Ni el tango ni alcohol me levantan el alma. Y es que, al mirar mi realidad, sólo veo la inmundicia impregnada en mis semejantes, veo la perdición a la que estamos condenados quienes nacimos en medio de la pobreza, ahí entre el desprecio y la ignorancia. No soy más que un parásito del mundo, soy escoria, soy parte de la enfer- medad letal que hiere a la sociedad, un cúmulo de peste que no hace más que infectar a todo aquel que tenga la intención de acercarse a mí. Triste existencia la que me ha tocado ¡ay, destino! ¿¡qué mal te he hecho para que me castigues con tan crudo andar!? No hago sino claudicar ante la enorme tristeza que me golpea furiosa con cada amanecer. Cada día que pasa caigo aún más profundo, el pecho me hierve de agonía. Aunque busque la luz, las tinieblas inquebrantables me encadenan arrastrándome a su oscuro palacio de dolor. A eso estamos condenados los pobres, a luchar con la pena aun sabiendo que perder es nuestro inevitable final, no somos como los ricos, ellos con sus lujosos Cadillac, sus habanos y sus mansiones, no conocen lo que es llorar, aunque alguna vez derramaran lágrimas, estas se secarían porque en su mundo nadie mendiga nada, aquí, en lugares como el "Siracusa", todos los clientes somos unos pobres diablos porque a la miseria le gusta la compañía. A esto no se le puede llamar vida, incluso la muerte es más alegre. Qué seductora es la idea de abandonar lo terrenal, qué bello debe ser el viaje mortuorio. Nada te perturba más cuando has muerto, allá no hay delito ni hambre. Uno termina liberándose de la prisión infame de la escasez. El único problema con la muerte es que hay que esperarla. Muchas veces, ella no se da prisa, casi como si no supiera que en el cabaret más de uno la esperamos ansiosos. Este anhelo de abandono del cuerpo es súbito, aparece de pronto, cuando uno está ahí en la puerta del “Siracusa” mirando de frente al hambre, así como a la suciedad, respirando aquel olor putrefacto que despiden los barrios pobres. La realidad apuñala despiadada a quien se cruce con ella susurrando que nacimos para permanecer en el anonimato de la pobreza. No entiendo por qué me ha tocado esta desventura. Me declaro inocente del fracaso de mis padres y, a su vez, de los padres de ellos. No he hecho nada que merezca el castigo despiadado de la desdicha que corre por mis venas. Yo no soy culpable de las desgracias que me desterraron al infierno por el que camino, aunque tampoco sé cómo se llega al paraíso. Por eso he decido liberarme del encierro mundano. Dejaré atrás todo mi dolor y Arte y cultura Miseria Por Marytere Salvador Reyes Estudiante de Procesos Educativos

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