Contratiempo
8 Justo estaba pensando en ella cuando la vi pasar. Iba caminando sobre la Madero a la hora de la comida. Se miraba tan distinta, tan fuerte. Al parecer aquel año atroz se había encargado de cambiarla. Yo no podía hacer nada, ni hablarle ni llorarle, lo único que me quedaba, dada mi profesión, era tomarle una fotografía y volver a tenerla conmigo, aunque sólo fuera en un pedazo de papel. Hasta hace un año, Dolores era solamente mía. Era una buena mujer: sencilla y discreta cuando se trataba de amores. No podía reprocharle nada, qué se le dice a una muchacha cuya única ocupa- ción era amarme. En aquella época, ella era tímida e inocente y se negaba a reconocer su belleza, no se creía que aquella sedosa cabellera negra y cuerpo de deseo eran perfectos, la humildad corría por sus venas. A pesar de eso, no supe estar a su lado. Fue un tiempo en el que las ganas de deambular y conocer me invadían, Dolores representaba una especie de ancla, mi vida no estaba para formalidades. Esa tarde encendida, cuando la dejé, todo parecía tranquilo, inquebrantable, pero en realidad mi espíritu aventurero luchaba por abandonarla, peleaba contra aquel anhelo de compromiso que a ella se le había venido formando desde que vio un vestido de novia en esa revista que sólo leían señoras de sociedad. Recuerdo perfectamente qué fue lo que le dije para herirla y que no tuviera fuerzas para defenderse. “Pablo, te he notado extraño, dime qué te ocurre”. “Nada”, le respondí fastidiado. “No me quieres decir, no te insistiré. Sin embargo, sí necesito que contestes una cosa”, me dijo desanimada. “¿Cuál?”. “¿Me quieres?”. “Sí”. “Entonces, ¿nos casaremos alguna vez?”. “Dolores, no quiero hablar del tema”. “Pero yo sí, Pablo, ya te esperé mucho tiempo, yo necesito saber si…”. “No, jamás me casaré contigo”, la miré a los ojos. “Mírate, pareces una monja. Sí, deberías recluirte en un convento. Yo no te quiero para que seas mi esposa y no creo que nadie más lo haga, pero, no te sientas mal, como te dije, ve a un convento al menos ahí vestir santos no está mal visto”. “¿Cómo me puedes decir algo así?”. “No se requiere de mucha ciencia. Mira, Dolores, no puedo casarme y ni quiero. Yo creo que lo me- jor es que me vaya, que dejemos todo aquí”. “No, Pablo, no me puedes abandonar”, comenzó a llorar. “Las lágrimas no te quedan, Lola”. “Me acabas de decir que me quieres”. “Y sí te quiero, pero, la verdad, no me veo pasando el resto de mi vida con una mujer como tú. Ya me voy. No me busques, por favor, y yo prometo dejarte tranquila”. Y ahí la dejé. No volví a saber de ella, no supe si volvió a enamorarse, pero, estoy seguro de que su pobre corazón se quedó en los huesos, herido de muerte. Por eso ahora que la volvía a encontrar me sorprendió tanto verla así, con aquella ropa tan atrevida y los labios de rojo, además en aquellos ojos la crueldad se asomaba. Si no me equivoco, ella igual había aprendido a romper corazones para poder reparar el suyo, y con todas esas miradas acosadoras que recibía parecía llenarse de fuerzas, era como si ahora le encantara ser deseada. El corazón me dio un vuelco después de fotografiarla, el alma me dijo que la siguiera y lo hice. La alcancé antes de que cruzara la calle. Juro por mi vida que tuve miedo, temía que me hubiera borrado de su memoria. Arte y cultura Vestido de novia Por Mary Tere Salvador Reyes Estudiante de Procesos Educativos
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