Contratiempo
8 9 Arte y cultura Arte y cultura Oscar y Daniel entran a la cafetería de preferencia del lector. Se sientan en una de las mesas para dos, a pocos metros del baño –de lado opuesto a la caja registradora–, llaman al mesero y piden el café de siempre. El escenario tranquilo: son las nueve y me- dia de la mañana. El café abrió sus puertas hace treinta minutos y la música predilecta de quien lee esto suena a volumen bajo en el lugar. Oscar y Da- niel son la segunda pareja de amigos en ocupar una mesa en lo que va del día. A cinco lugares de distancia, dos sujetos comparten un plato de chilaquiles verdes con pollo mientras beben, cada uno en su respectiva taza, champurrado caliente. Oscar: Si te inventas que el café es jarocho, ven- des más. Si dices apoyar a las familias indígenas de los Altos de Chiapas, vendes más. Si tus barras de chocolate dicen estar hechas a base de semi- llas de cacao oaxaqueño, vendes más. Lo exóti- co is de niu blac. Mientras más pobre el lugar de procedencia, mejor. (Breve pausa, observa a su alrededor) Por ejemplo, lee lo que dice en la pared de allá. Daniel: “Con la compra de nuestros productos es- tás apoyando la economía de pequeños produc- tores y familias en Chiapas, Veracruz y Oaxaca; al mismo tiempo, contribuyes a mejorar, de manera sustancial, las condiciones de vida de más de mil quinientas familias indígenas al sur de México, las cuales ven tu compra reflejada en sus bolsillos”. O: Ahora lee el de la puerta del baño, junto a la imagen del Subcomandante Marcos. D: “Para la satisfacción de cada uno de nuestros clientes, ofrecemos distintos niveles de tueste: rubio, canela, marrón, francés, inglés e italiano. El toque y la esencia nacional campesina-indí- gena se conserva y prevalece en cada uno de ellos”. (Breve pausa) “No tirar el papel de baño en la taza”. Por Oscar Daniel Guillén López Estudiante de Relaciones Internacionales El café de siempre Oscar y Daniel prosiguieron los siguientes treinta minutos leyendo cada uno de los textos impresos por toda la cafetería, incluyendo aquel junto la contraseña del guai fai en la parte inferior de las bolsitas de crema y azúcar: “Nuestras bebidas están elaboradas a base de los más finos granos de café en México, sien- do cultivados en los Altos de Chiapas a una altura promedio de 1800 metros sobre el nivel del mar. La espesa neblina y la ligera llovizna ocasional ca- racterísticas de esta geografía otorgan un sabor y un aroma sin igual a cada taza de café servida en este establecimiento, ofreciendo al consumidor una experiencia culinaria única en cada sorbo”. El escenario intranquilo: 16 personas han llegado al lugar tras la llegada de Oscar y Daniel, ocupando cuatro de las seis mesas para dos; y dos de las tres mesas para cuatro. El café está casi lleno. Las voces de Oscar y Daniel se pierden entre la conversación de las 18 personas restan- tes en el lugar y en el chocar de las cucharas, te- nedores y cubiertos. La ex-pareja del lector entra y ocupa la última mesa para cuatro. Da la impresión de esperar a dos o más personas. O: Ahora mírame a mí, en el instante en que me conociste te habrás dado cuenta que me duele el codo apenas veo que algo vale más de 50 pesos. Es más, ni siquiera me gusta el café. Mejor dicho, lo detesto. Me deja mal aliento y me da sed. Algu- na vez intenté tomar una taza cada noche para no dormir y terminar con los deberes, pero al tercer día me entró la taquicardia y la comezón. Enton- ces iba a la cama a esperar que se me pasara. Después lo olvidaba y quedaba dormido. No obs- tante... (Es interrumpido) D: Estás divagando. O: Lo que quiero decir es que me importa poco gastar tanto en algo que no me gusta, siempre y cuando en mi conciencia retumbe la idea de que estoy contribuyendo a algo bueno. El truco está en hablarle bonito al cliente y usar palabras que uno ni entiende, sin dejar de lado el factor indígena... Y la palabra “Chiapas” o “Oaxaca”. Eso le gusta a todo mundo, aunque no sepan ubicar a ninguno de los dos estados en un mapa (Se miran a los ojos). Yo bebo esto porque disfruto platicar conti- go aunque no digas nada. Pero mira aquella pare- ja de allá. (Señala con la mirada a dos jóvenes al otro extremo del café). Te aseguro que tanto ellos como quienes están en las mesas de junto sienten que con cada sorbo les llega de a dos a tres pesos a los “inditos del sur”. Y eso que estos benditos cafés te los terminas en tres o cuatro sorbos. Es decir, de a seis a doce pesos por café. ¡Y uno te cuesta más de cincuenta! No digo que así sea, pero como te he dicho antes: si quieres vender y a la vez sacar la máxima ganan- cia: o eres gringo o añades el adjetivo “orgánico” a lo largo y ancho del menú o apoyas a los indígenas del campo o llenas tu local de imágenes del Mar- cos, la Ramona y de la insignia y propaganda del EZLN o todas las anteriores, aunque sepas un ca- rajo de cada cosa. Salvo que hayas nacido gringo. Al gringo ni internándolo toda una vida en el Istmo de Tehuantepec le quitas lo yanqui. Oscar y Daniel continuaron discutiendo has- ta llegar al cuarto sorbo de su tercera taza de café. Ambos se pusieron de pie y lentamente abandonaron la mesa, la cual pasaría a ser ocupada por el lector, quien llevaba ya diez minutos esperando afuera. El escenario desastroso: gente yendo y viniendo del baño, el ruido de un montón de sillas al ser arrastradas para volver a ser ocu- padas; los gritos de una mesa y otra llamando al mesero; el ruido de la caja registradora al abrirse y al cerrarse; las imperceptibles palabras de un montón de individuos desconocidos por el lector (salvo su ex-pareja, quien sigue ahí desde hace diez minutos), etc. Oscar y Daniel, al atravesar el lugar hasta la salida, intercambian roce con el lector. Ningu- no se da cuenta de la presencia del otro a pesar de haber pasado a escasos centímetros de dis- tancia. ¡Imposible darse cuenta entre tanto ruido y el mar de gente! Al tomar asiento, el lector nota a los dos ex- traños que pasaron hace un par de segundos a su lado. Los ve despedirse al pie de la entrada de la cafetería. Pone palabras al movimiento de sus labios –pues desde donde se encuentra y por razones ya mencionadas, no logra percibir lo que dicen...– y observa cómo cada uno por su lado se pierde en la distancia entre los coches, el smog y las estructuras de concreto al otro lado del cristal. Desconoce sus nombres y nunca los sabrá, salvo que tome la decisión de ponerse de pie, se- guirlos, y preguntárselos de frente. ¡Pero esa es una pérdida de tiempo! Habiendo tanta gente en el mundo y en esa ciudad, no conocer el nombre de unos cuantos es irrelevante. En el instante en que la cabeza del lector se llena de pensamientos sin rumbo ni sentido, el mesero le extiende el menú para volverla en sí. Pide el café de siempre, toma una pluma, una li- breta, y escribe: “Oscar y Daniel entran a la cafete- ría de preferencia del lector, se sientan en una de las mesas para dos a pocos metros del baño...”.
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