Contratiempo

10 11 Arte y cultura Aquella noche del 31 de marzo de 2017 corría tan lenta, el rui- do de los coches y la muchedumbre entonaban un canto de temeridad. Como siempre después de las 11:00 esperaba la llamada de mis padres, y entre lectura y lectura que tenia de la universidad se pasó el tiempo y no los llamé, y esa llamada que pudo ser la última de sus vidas, o la de su salvación, se extinguió en la nada. Pasadas las 11:30 en las redes sociales, la noticia sobre los desbordamientos de los ríos eran el boom del momento. Lluvias torrenciales azotaban a la capital del departamento del Putuma- yo, pero nunca se me ocurrió que algo estaba por suceder, no se preveía sobre el desastre aún, sólo informaban que era un sim- ple torrencial de lluvia y nada más. Los vídeos que se colgaban en las redes sociales no mostraban lo que estaba por pasar, no reaccioné, vi en una transmisión en vivo como el agua pasaba por las calles de mi barrio, y no llamé, me quedé dormido. Eran las 3:20 de la mañana y una llamada me despertó. Cuando contesté, un nudo en la garganta me agitó las entrañas y entre sollozos escuché –“haz llamado a papá y mamá, mire hermano, ha sucedido algo en Mocoa, he llamado a mis padres y no contestan, en la casa me dicen que no hay nadie, y que todo está un caos, intente llamar y comuníquese con ellos”. Esas palabras de mi hermano menor me angustiaron, su desespero y su angustia me encarnaron en nervios. De inme- diato encendí el computador, empecé a buscar noticias sobre el suceso, pero no hallé nada, no había un reporte oficial en las noticias. Intenté llamar mil veces pero fue imposible, mi alma se desmoronaba a medida que pasaban los minutos, y yo se- guía aún buscando información de mis padres quienes no apa- recían por ningún lado. La desesperación invadió mi mente, mis manos temblaban y no paraba de llamar esperando una respuesta de mis viejos. A las 6:30 sonó nuevamente mi celular; la voz apagada y triste de mi cuñado me impresionó y acabó por completo la esperanza de que estuvieran vivos. “Mijo no encuentro a su papá ni a su mamá, se los llevo la avalancha, su papá se tiró a cogerla y la corriente los arrastró, no pude hacer nada, lo lamento, no sé qué hacer, todo está oscuro, sigue lloviendo, no sé qué hacer, no sé qué hacer”, fueron sus palabras. El, quien se había que- dado con ellos, y quien los vio por última vez cuando la corrien- te los arrasaba en medio del lodo y las piedras, que sonaban como trompetas del apocalipsis. Quince minutos después me llamaron nuevamente. Esta vez era mi primo angustiado, llorando y gritando: “¡encontré a mi tío, encontré a mi tío! yo sé que es él, pero no sé cómo decir- le primo... sólo encontramos la cabeza, el resto de su cuerpo no está por ningún lado”. Las bofetadas de la desgracia trituraban mis entrañas, no sabía qué hacer, mi cuerpo se congeló por varios minutos y mi rostro no dejaba de gotear lágrimas eternas de sufrimiento. Llamé a un viejo amigo de papá para que lo fuera a reco- Por Antonio Viera Pianda Estudiante de intercambio de Uniminuto La travesía hacia la muerte Arte y cultura nocer, y ya con eso quedaría seguro si era él o no. Pasaron los minutos y así fue, me confirmó que sí era su cuerpo, y que lo habían encontrado enterrado hasta el cuello en una zona des- poblada y solitaria. Mis gemidos de niño penetraban hasta lo profundo de mi alma vaga. El dolor y la angustia me pesaban como el mundo sobre mis manos y el solo hecho de verme en- vuelto entre la tragedia y la muerte me dejó loco por varios mi- nutos. Gritando dije: “¡Ay padre mío! porque me has dejado tan solo, justo ahora cuando necesito de usted y mi mamá, yo no sé qué voy hacer sin usted, ahora solo me queda la esperanza de saber que mi madre esté viva”. En ese momento llamé a mi novia. Llegó hasta mi posada a acompañar mi dolor. Ella lloraba como nunca, mi padre siempre fue una persona muy querida y apreciada y a quien siempre considero como la mejor persona del mundo, aunque su carác- ter a veces era muy fuerte, ella siempre lo estimó, quizá fue por eso que no paraba de llorar. Mis manos sudaban y mi rostro estaba irreconocible, mi voz tartamudeaba cuando intentaba hablar. Alisté ropa y lo poco de dinero que tenía para viajar en busca de mis viejos, todo era tan oscuro aquella mañana que aunque el sol brillaba con tanto resplandor, yo sólo veía nubarrones grises que apa- gaban mi vida. A medida que pasaban las horas sólo recibía llamadas de gente angustiada preguntando por mis padres, y yo no sabía qué decir, no sabía qué responder. No recuerdo quién tanto lla- mó, yo sólo quería abrazar a mi viejo y poder decirle lo mucho que lo amaba y lo quería, yo sólo quería busca a mi mamá, yo sólo quería decirles a todos que lamentaba no haber estado con ellos, que lamentaba no haber podido llamarlos y decirles lo mucho que me hacían falta. Todo parecía un sueño hasta ese entonces. El olor a trage- dia se impregnó en mí. Al mediodía del sábado primero de abril inicié la travesía amarga y cruel. El viaje se tornaba largo y los minutos se hacían eternos y yo queriendo llegar cuando antes a mi destino. La tarde se tornaba hostil y los pájaros volaban por doquier en la carretera, el asfalto y el olor a llanta quemada de los carros me tenían en un trance eterno. Pedí en el transporte que pusieran la televisión para po- der estar al tanto de la situación. Siendo las 12:45 de la tarde ya los muertos ascendían a 70. Con el pasar de los minutos fue incrementando, de 70 pasó a 120 y así sucesivamente las cifras iban creciendo. La gente estaba sorprendida con la noticia del desastre y yo no hallaba un espacio en el cual me sintiera ameno. La fría soledad me golpeaba cada vez más fuerte cuando oía decir las cifras de los fallecidos en el desastre y lo peor de todo era escuchar que la mayoría de víctimas eran mujeres y niños. Yo me preguntaba ¿Cómo habrá quedado mi barrio? ¿Por qué tuvo que pasar eso justo cuando veíamos el futuro de nuestra familia florecer? Millones de recuerdos emergían sobre los momentos que disfruté al lado de mis padres. Recordaba sus últimas palabras, sus sonrisas, miradas, abrazos, disgustos, payasadas, recorda- ba todo. Las últimas horas de viaje hasta Bogotá fueron un mar de recuerdos y de lágrimas. Ese viaje, no era más que una pe- sadilla de quien sólo deseaba ver a sus seres queridos. Durante todo el trayecto no me apeteció nada, yo no quería comer, sólo quería llegar a mi destino, y caminé y caminé en medio de una ciudad que no conocía, en medio de avenidas inmensas y don- de nadie sabía de mí. Tras varios minutos de espera, y en medio de la muche- dumbre inquieta e irritante logré ver qué pasaba un camión, y sí iba para el sur, cuando ingresé me acomodé y pedí que dejaran ver las noticias del día, todo era un caos, las vías, la gente, el ambiente y todo a mi alrededor. Cuando llegamos a Neiva, el lu- gar donde debía arribar, la situación era desesperante debido a que por la gravedad de los hechos ningún conductor se atrevía a ir hacia el sur. Con el pasar de las horas logramos convencer a un conductor para que hiciera el viaje. Siendo las 11:26 de la noche, y en medio de agradecimientos que iban y venían de todos los pasajeros hacia el conductor; algunos sólo lloraban, mientras otros llamaban a sus familiares, y yo muy solitario y triste, sufría en silencio mi amarga soledad. Mientras viajábamos a Pitalito, las llamadas ofreciendo fortaleza y mucha resignación fueron el detonante de éxtasis para poder seguir despierto, pero el agotamiento físico y espi- ritual no daba más y terminaron con apagar mis ojos y nublar mi pensamiento. Todo ese infinito sueño me llevó a falsas ilusiones en las que encontraba vivos a mis padres y en todo ese gran dilema de imaginaciones me decían que estaban bien, que no había de que preocuparse, que sólo fue un susto y nada más. Después de descansar por varias horas, desperté llegando a Pitalito. El olor a sangre se percibía cada vez más fuerte y cuando llegamos al terminal, sentí que la lluvia que caía sobre mis hombros penetraban en mi piel como acido. Sentía como se disipaban entre la carne que me hacían doler hasta los hue- sos. Pero era el dolor de la muerte era tan fuerte que sentía no poder seguir más con la vida, ese mismo dolor que delataba la pérdida completa de mi conciencia y que se ahogaba y se perdía en medio de penumbras oscuras. No me quedaba más remedio que aguantar ese dolor colosal, que invadía todos mis sentidos y hacía temblar hasta los dientes. Aquella noche vi mucha gente agazapada entre sus perte- nencias y a otros cómo buscaban con delirio transporte para la capital del Putumayo. Muchos conductores se negaban a viajar para esa zona del país, otros sólo miraban con desprecio el do- lor que todos reflejaban pidiendo con desesperación ser lleva- dos a su hogar, ese hogar que quizá ya no existía para muchos, pero que veían con esperanza encontrar. De pronto una persona se acercó y preguntó: ¿Cuántos van para Mocoa?. Todos respondimos esperanzados y en medio de la felicidad. Yo lo único que hice fue abrazarlo y agradecerle y desde ese momento iniciamos con la nueva travesía hacia la muerte. En medio del viaje se veía que muchos carros retornaban, llenos de trasteos. Quizá era la gente que pudo salir y salvar lo poco que le quedaba después del desastre. Eran las 2:18 de la mañana del día domingo cuando recibí una llamada, era mi mejor amigo preguntando si estaba por llegar, a lo que le res- pondí que no sabía, que estaba muy oscuro, pero que estuviera pendiente que en un par de horas llegaría a mi destino. A las 4:20 de la madrugada y en medio de la oscuridad, pude apreciar que estábamos cerca cuando de la nada se en- cendió una luz incandescente que cegó por completo la vista a nuestro alrededor. Era la Policía Nacional, informando que la vía estaba cerrada, que debíamos quedarnos en ese lugar, a lo que todos nos opusimos, y en medio de la discusión, se informó por radio que estaba habilitado un carril para que los carros pudieran seguir, advirtieron que la terminal había desaparecido por completo y que se manejara con mucha precaución, debido a las fallas que había causado la avalancha. De camino a la ciudad nuevamente se empezó a percibir el olor a muerte, a sangre, y a barro. Se escuchaba el agua que rebozaba de no sé dónde, las piedras que chocaban como true- nos y el miedo se impartió entre los pasajeros. Algunos lloraban y otros murmuraban sobre la bestial destrucción que se veía en medio de la oscuridad. De repente el carro se varó, los hombres bajamos y con el lodo que llegaba hasta las rodillas tuvimos que empujar el carro para sacarlo. Ya estaba cerca de mi destino. Para ese momento no ha- bía una sola bombilla encendida en la ciudad, las calles eran fantasmales y sólo se podían escuchar los gritos de la gente en la lejanía. Llegué a mi lugar de estancia, todos me decían que debía descansar. Lo único que quería era salir a buscar a mi madre, quien se encontraba desaparecida hasta el momento; pero el sueño me agobiaba y terminé por quedar dormido en medio del dolor y la amargura de mi destino. Cuando desperté me levan- té, tomé un vaso de café, comí un pan y salimos. A las afueras del hospital se respiraba un ambiente trágico, todo parecía un manicomio completo, la gente gritaba y llora- ba, algunos agonizaban en su sufrimiento y en medio de tanto caos. A cada momento los cuerpos de socorro ingresaban con cuerpos sin vida y a quien corría con la suerte de estar vivo, mo- ría llegando al centro asistencial. Las listas de desaparecidos se veían pegados en las paredes del hospital y nadie informada acerca de los fallecidos. ¡Y mi madre! ¿Dónde estaba? Nos dirigimos al barrio donde vivía y por motivos de segu- ridad tuvimos que dejar el carro unas cuadras antes. En medio de la caminata hacia el desastre, se veían salir a los socorristas con cuerpos en camillas. Los cuerpos estaban tapados de pie a cabeza y de vez en cuando se les veía los brazos colgando. A los que no encontraron, quizá la furia de la naturaleza y las rocas los despedazaron. La furia de la naturaleza fue tan fuerte, que cuando llegué a las calles de mi barrio, sólo vi una playa de piedras gigantes y mucho barro por todos lados, los arboles atravesaban las ca- sas y en el que fue algún día mi hogar, estaba irreconocible. La primera planta escurrida como si fuese un pedazo de queso besaba el barro de las calles, las paredes que un día fueron los muros de tal castillo encantado ya no estaban, las columnas cual torre protegida por inmensos barras de hierro se encontra- ban destrozadas y afuera de lo que era la calle de mi barrio dos inmensas rocas posaban como gigantes marcando su territorio.

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