Contratiempo

8 9 Arte y Cultura Arte y Cultura jer que estaba en la mesa de enfrente, se juró a sí mismo que esa noche la tendría en su cabaña. Más tarde los del retiro hicieron una fogata y asaron bom- bones. Diego siguió bebiendo con sus amigos, como a las once de la noche se levantó de su asiento y fue al baño, ahí encontró a una chica que él confundió con aquella que había mirado en la cena. Había bebido lo necesario para tener la visión borrosa, pero no importaba porque ninguna chava se le iba de las manos cuando él se proponía acostarse con ella. La miró de los pies a la cabeza y le pareció que era extraor- dinariamente bella. Ella sonrío. La mujer vestía de blanco, como si ya estuviera dispuesta para dormir. Era una mujer blanca, tan blanca que Diego pensó: “quizá sea extranjera, una gringa de las que abunda en mi universidad”. Todo era blanco, desde la chaqueta hasta las pantuflas; sólo el cabello negro contrastaba con la blancura que emanaba del resto de su cuerpo. Diego, seguro de sí mismo, puso en movimiento el arquetípico donjuán que lo diferenciaba del resto de los mortales. – Hola – dijo él. – ¡Qué onda! – respondió ella con una sonrisa seductora. – Soy Diego, ¿y tú? – Maleny… María Elena, pero me dicen Maleny. Él se acercó a ella y la abrazó. Sintió que un frío emanaba de su cuerpo y pene- traba el suyo; aunque su corazón se estre- meció por un instante él pensó que era tar- de y era normal que la temperatura bajase a esas horas de la noche. No fue difícil ga- narse sus besos e invitarla a su habitación. Diego fue a despedirse de sus amigos, a desearles buenas noches, tenía un aire de campeón en el rostro y su ego se sentía satisfecho. Todos sintieron envidia. Diego tomó de la mano a Maleny; sintió de nuevo el frío que lo poseía, pero sabía perfec- tamente cómo potenciar el calor interno que se esconde bajo el ombligo de una mujer, por lo tanto no se preocupó. Caminaron a la cabaña, él sentía que los pies de Maleny no tocaban el suelo en cada paso, era como si moviera los pies en el aire. Estaba tan embriagado que empezaba a delirar con la belle- za de su chica. Luego sintió que su blancura resplandecía bajo la luz de la luna. Se frotó los ojos para cerciorarse de que sólo era el efecto del alcohol. Creyó escuchar el canto de un gallo a lo lejos, mas no se distrajo porque adentro le hervían las ga- nas de poseer a María Elena. Cuando llegaron a la habitación se besaron ardientemente, poco a poco se despojaron de sus vestiduras. Ella admiró sus músculos y los acarició, el quedó asombrado por la voluptuosidad de aquella figura. Cayeron en la cama abrazados, empezaron los suspiros, la respiración de los dos se aceleraba y entrecortaba. Era un ir y venir de frotarse un cuerpo contra el otro, como recorrer una montaña rusa que atravesaba el cielo y se prolongaba hasta el infinito, de pronto un espasmo incontenible los obligó a cerrar los ojos y volver en caída libre al espacio real que los envolvía. Con los ojos aún cerrados, emitieron al mismo tiempo un gemido de satisfacción. Diego volvió a sentir ese frío que le con- gelaba la sangre, pero ahora subía de las ingles hacia el resto de su cuerpo. Su corazón tembló levemente y su mente empezó a aclararse, después de hacer el amor la circulación de la san- gre había hecho que disminuyera su borrachera. Sintió a Maleny todavía encima de él, unos pelos rozaron la parte de su cuerpo que estaba en contacto con ella, las manos de ella reposaban en el pecho fornido de él pero era como si le clavara unas uñas filosas y puntiagudas en las costillas. Diego abrió los ojos, la figura de Maleny se había metamor- foseado por completo; carecía de rostro, sólo colgaba de su ca- beza una larga cabellera que le cubría com- pletamente, su torso estaba lleno de un plumaje oscuro que se extendía por unos brazos que ahora eran las siniestras patas de un guajolote y le oprimían la garganta, hizo un esfuerzo por mirarle las piernas, vio dos patas de caballo cubiertas de pelam- bre negro. De pronto apareció frente a él un rostro diabólico que soltó una carcajada cuyo eco se esparció por el bosque. Eran las tres de la madrugada, pero él había perdido la noción del tiempo. Su corazón latía con tanta fuerza que parecía explotar. Diego recobró la conciencia, pudo pensar y pensó en Dios, él que siempre negaba la existencia de un ser superior ahora intentaba balbucear una vieja oración aprendida en la in- fancia con su abuela. No podía. El terror le había paralizado, in- tentó sacudirse de que aquello que lo sometía, no logró siquiera mover las pestañas. Una lágrima empezó a rodar por su mejilla porque de la nada empezó a sentir nostalgia. Empezaba a sentir un frío más intenso, pero un impulso vino de su interior y logró quitarse aquella cosa de encima y ponerse de pie. Ella volvió a reír ende- moniadamente, él abrió la puerta y echó a correr por el monte, desnudo y descalzo. El frío de la noche lo sintió más pesado, le azotaba la piel un viento que hacía silbar las hojas de los árbo- les. Maleny iba tras él, casi pisándole los talones. Diego corrió y corrió hasta llegar a un despeñadero en cuyo fondo corría un inmenso río, la pata de pavo rozó su dorso por última vez y él cayó dando vueltas hacia abajo. Por Marino Echeverría Estudiante de Relaciones Internacionales El sonido natural del mundo Nos pasamos la vida lamentándonos, quejándonos por todo. Del agujero en la capa de ozono, del calentamiento global, del derretimiento de los polos, de la lluvia ácida, del cambio ho- rario, de la quema de cerros, del tráfico, del movimiento magiste- rial, de las reparaciones y bloqueos en la autopista; de la corrup- ción, de la desigualdad, de la pobreza, de la delincuencia, de las marchas, de la drogadicción, de la prostitución, del ateísmo, de los chinos, de los gringos, del estofado de res, del despilfarro, de la basura en la calle, del pan echado a perder, de las latas de atún olvidadas en la alacena, de la poca variedad de platillos en una cocina económica del centro, de las tiendas caras, de la piratería, de la sobrepoblación, de que no se puede ver al Sol sin lastimarse la vista, del tamaño de la Luna, de que las hojas son verdes y no azules, entre otras cosas más.- Todas las mañanas, a excepción de los fines de sema- na, me levanto tan pronto escucho el sonar de mi alarma. El sol no sale aún, pero no es tan oscuro como cuando me fui a la cama la noche anterior. Extiendo uno de mis brazos buscando el interruptor de mi lámpara y una vez que lo localizo, le doy vuelta y una ligera luz amarilla ilumina media habitación. Me coloco los ojos, suspiro, me desprendo las sábanas, toco el suelo con los pies y, como de costumbre, veo a un sujeto a pocos metros de mí. Me acerco a él sin decir palabra y recorro su cuerpo con la mirada: El espejo luce siempre tan igual. Pienso un momento si debería o no tomar un baño. Pienso en cuánto tiempo ha pasado desde que me bañé por última vez, o si me bañé anoche o en la mañana de ayer. Me detengo un momento a pensarlo con detenimiento y cuando uno de mis ojos se encuentra con mis manos, decido que hay cosas más impor- tantes que eso: Tomo el cortaúñas y me despido de alguna que otra cuando, de la nada, escucho una voz: “Báñate, Daniel, no seas cochino, no estás en Holanda”. Miro a mi alrededor tratando de hallar la procedencia de dicha voz, pero lo único que encuentro es lo mismo de todos los días: un perfume, una cera para el cabello, un tocador, un es- critorio, un ventilador, una cama, una máquina de escribir, una computadora, un aire acondicionado, una lámpara, dos focos, un ropero, dos burós, tres almohadas, tres sombreros colgando en la pared, dos pares de zapatos tirados en el suelo, doce ga- vetas, poco más de cien libros… Continúa... Por Gigi Te deseo Que seas feliz, que cuando ella escuche tu voz sienta un nudo en el estómago y las piernas le empiecen a fallar, que el simple recuerdo de tus manos acariciándola le produzcan escalo- fríos y pueda sentir un millón de mariposas revoloteando en su interior. Que al ver tu nombre en la llamada entrante su corazón se detenga por un segundo, que se haga pequeño y, des- pués, al escuchar tu risa se haga enorme. Que cuando la abraces no sea capaz de imaginarse en otro lugar, más que ahí, entre tus brazos, con la cabeza en tu pecho, oyendo tu corazón, sintiendo tu respiración, que cuando te vayas se aferre a tu olor, que te imagine ahí con ella. Te deseo que sonría al escuchar tu nombre, que su corazón de un vuelco al escuchar el suyo salir de tus labios, que por las tardes mire por la ventana pensando lo mucho que le gustaría verte llegar. Deseo que haga y sienta todo esto y muchas cosas más porque al menos así estaría segura de que alguien te quiere como mereces que te quieran, que alguien te quiere por lo menos la mitad de lo que te quiero yo. Al menos así, entendería por qué no te quisiste quedar.. Facebook Érase Una Vez Gigi Blog http://eraseunavezgigi.blogspot.mx/ Ilustración por: Paola Estrada

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