Contratiempo

18 19 un escarabajo del ’87, y viva con su igualmente generosa es- posa senadora en una casa de apenas dos recámaras. “ Po- bres no son los que tienen poco. Pobres son los que quieren mucho ”. Cuántos seres sin voz que le represente en su sociedad, no solo porque les ha sido vedada materialmente, o porque es desoída, malentendida, sino porque, en muchos de los ca- sos, efectivamente creen nunca haberla tenido, y, por tanto, no sienten en sí la necesidad de expresar sus sufrimientos, no saben siquiera por qué sufren realmente. “ Cuando los desgraciado se lamentan –sostiene Simone Weil, la filósofa mística más importante del siglo XX, con- temporánea de Sartre y De Beauvoir, admirada por esta úl- tima por su agudeza y desmedida humanidad -, se lamentan casi siempre equivocadamente, sin evocar su verdadera infelicidad, y, por otra parte, en el caso de una infelicidad profunda y permanente, un fortísimo pudor impide las la- mentaciones. Así, toda condición infeliz entre los hombres crea una zona de silencio en la que los seres humanos se encuentran encerrados como en una isla. Quien sale de la isla no vuelve la cabeza ”. El peligro gravísimo, en el que nos jugamos toda la exis- tencia, es el de desplazar a los sin voz (a los subalternos , en términos de Gayatari Spivak) a la periferia del polvo sin nombre de la inanición, de la animalización. Que existan para nosotros –oh, paradoja-, pero no como personas. Sería menos cruel que ignoráramos su existencia, que no conocer- les ahora como un lugar común, los animales que merodean alrededor nuestro mendigando pan. Y ellos, a su vez, opri- midos por nosotros, anulando en sí las propias necesidades vitales, por no habidas, hasta que la muerte los separa eter- namente del pan. “El peligro no es que el alma dude de si hay o no hay pan, sino que se persuada por una mentira de que no tiene hambre. Sólo puede persuadirse por una mentira, porque la realidad de su hambre no es una creencia, es una cer- teza.” II. Y, más allá del pan, me atrevo a preguntar, como el debate estúpido de la Colonia: Los po- bres, ¿tienen alma? Porque, si es así, el pan que piden los pobres es otro pan. Otro, además del pan real. Más allá del pan real, diría yo. Parece, según los entendemos nosotros, que los pobres no tienen más que dientes (los que aún no los han perdido), y barrigas embrutecidas y necias, que no se acostumbran a comer galletas de tierra. El hambre, esta hambre, el estambre con que se teje la tierra entera, ¿cómo se enfrenta? ¿Cómo alimentar la tierra realmente, eficazmente, honradamente? En el mundo hay una suerte de romanticismo que im- pera en nuestras conciencias sobre lo que es un pobre y cuál sería la forma de ayudarle, como he mencionado antes. “ No sirve de nada dar el pescado a la gente, si no se le enseña a pescar ”. Frases trilladas como ésta, planteadas con ingenui- dad por burgueses que no han vivido nunca con la gente que pasa hambre realmente, que ha sido anulada realmente, que no vale nada. Porque la pobreza real no consiste solo en pasar hambre materialmente. En nuestras ciudades convivimos a diario con miles de personas que han sido tan vejadas en su car- ne, tan humilladas, que ni siquiera tienen conciencia de ser personas. Gente viciosa, tonta, tarada, indecente, sin volun- tad, vagabunda, hombres que ni siquiera son hombres, de- nigrados hasta lo más profundo por una sociedad narcisista y excluyente como la nuestra en la que gobierna el Über- mensch , el super-hombre , la antropología del homo homi- ni lupus , donde los fuertes oprimen violentamente a los más débiles y en eso se basa la ley de mercado, la promoción so- cial. Que se salve quien pueda. Los desgraciados de la tierra padecen una maldición de la que no tienen conciencia y, sin embargo, les constituye como seres en el mundo, cual si hubieran sido marcados con ese sello desde su nacimiento. Suplican silenciosamente que se les den palabras para poder expresarse, pero su desventu- ra real es, por sí misma, inarticulable. Hay una verdad que impera en lo profundo de su ser, tan oculta que es difícil de traducir al lenguaje, que enuncia solo relaciones. Sartre, el filósofo existencialista ateo, decía: “ Ay de aquel, a quien el dedo de Dios estrella contra el muro» . Cuánta gente se encuentra en nuestros días estrellada contra el muro. Cuántos y cuántos condenados al esclavismo laboral deshumanizante, al servilismo, a una vida inexpli- cable de violencia y adicción. Cuántos han perdido la voz, la representación propia, porque se les ha arrancado la len- gua autóctona, y no son capaces de reproducir enunciados lógicamente estructurados en ninguna lengua; obligados a la idiotización, orillados al hambre, despojados de su digni- dad, como nuevos Woyzecks ; a la producción sanguinaria, al nuevo estajanovismo , al capitalismo sin rostro, que obliga a renunciar a la conciencia, que impide todo tipo de reflexión. Cuánta gente que nunca ha sido amada, que no es capaz de amar. Gente que no sabe para qué vivir, y sale cada noche a drogarse en los parques principales de la plazas de nues- tras ciudades; cuántos en las periferias, asesinándose unos a otros, en los cientos de suburbios de la capital, muriendo de miedo, amenazados a muerte por las mafias. Kiko Argüello, un pintor español de gran renombre desde su juventud - iniciador, junto a Carmen Hernández, del Camino Neocatecumenal, una Iniciación Cristiana de la Iglesia Católica para los más alejados- después de una etapa de ateísmo, y una profunda crisis existencial, en que intentó asumir el absurdo como la única respuesta viable frente a la vida; experimentó -impulsado por la filosofía bergsoniana que sostiene, entre otras cosas, que existe un tipo de élan- vital , la intuición, que es una fuente de conocimiento más alta que la razón-, en las barracas de Palomeras Altas, en la periferia de Madrid, construidas por Franco para alejar de la ciudad a los no-deseados (prostitutas, alcohólicos, dro- gadictos, homosexuales, ladrones, gitanos, quinquis), el su- frimiento de los inocentes en su propia carne, la presencia de Jesucristo crucificado entre los últimos de la tierra. En el Evangelio de los miserables cuenta de los años vividos en las barracas, en plena época franquista, puritana y moralista hasta el colmo: “He visto con mis propios ojos cómo se prostituyen ni- ños de doce y trece años por dinero, en el mismo centro de Madrid. Opinión He visto cómo una madre ofrecía a su hija de diecisiete años por trescientas pesetas, mientras su padre trabajaba en Alemania. [He conocido un hombre que] robaba para poder vivir, dado que su tara alcohólica no le permitía durar en ningún trabajo, máxime su contextura psíquica no estaba formada en la sujeción. Sentía envidia de los casados que vivían en buenas casas e iban a misa. Y hubiera dado su mano de- recha para poder trabajar y poseer lo que ellos tenían, no sabía cómo se conseguía, pues no lograban dejar de beber y necesitaba ir con mujeres, pues, si no, no soportaba la so- ledad que le sumía. He trabajado de peón albañil con cientos de obreros que nunca hablaban de Dios y que su destino era trabajar y tener hijos, para volver a trabajar, emborrachándose el sábado. He vivido en una barraca de madera con jóvenes de diecisiete años que habían estado más de diez veces en la cárcel, cuando sus peleas, sus robos y su vicio era lo único que les quedaba para automanifestarse frente a una socie- dad que trataba de ignorarlos, unciéndolos al yugo de la explotación“. La experiencia de Kiko Argüello entre los pobres, como la de tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia, es la piedra de toque que pone a prueba los cimientos de la existencia. Es inhumano echarse a la cama y no pensar en ello. Estando entre los pobres, la razón humana alcanza su límite, se desmorona. Qué tremendo es el sufrimiento de los inocentes. Es imposible, aun con la dificultad que im- plica, callar la experiencia de quien ha vivido entre los po- bres como pobre. “ La desgracia de los otros ha entrado en mi carne ”, exclamaba en sus últimos años Simone Weil, la filósofa francesa que quiso hacerse una con los más desven- turados en tiempos de Guerra en Francia, dejándose morir entre ellos, entre la masa anónima, pudiendo haber perma- necido lejos de su tierra, lejos de los miserables. La respuesta intelectual que sugiere que a los pobres no puede ayudárseles, que somos nosotros los que necesi- tamos de su ayuda, se me hace repugnante, asquerosa. Jesús dijo: Los pobres los tendréis siempre entre vosotros (Mt 26, 11), pero se hizo pobre hasta cuanto pudo, se hizo un desgra- ciado, fue crucificado como el peor, fue juzgado indigno de morir dentro de la ciudad. Se le crucificó fuera de sus mura- llas. Su rostro daba tanto asco que había que volver la mirada para no vomitar. Fue abandonado por su Padre. En Cristo se proclamó la muerte de Dios. En él se inauguró la religión de los desgraciados. La religión de los esclavos , le llamaba Si- mone Weil. Tocar la carne de un pobre es tocar la divinidad. Tocar la trascendencia. El sufrimiento es la puerta al misterio. Para adquirir sabiduría, hay que hacerse pobre, serlo ontológi- camente. Ahí se rompe toda racionalidad, toda burocracia, toda lógica. Credo, quia absurdum , decía Tertuliano. Creo porque es absurdo . El sufrimiento de los inocentes es la roca del ateísmo, decía Georg Büchner. El sufrimiento de los ino- centes, digo yo, es el absurdo que lleva hacia la verdad. El problema de los pobres es su existencia simbólica, de- cía al comenzar. El problema de tantos pobres es que no exis- ten ni para sí mismos. El sufrimiento inexorable e ineludible a la vez, les quiebra la cerviz, la columna vertebral. Y es un pecado gravísimo, acaso el único pecado real, no alimentar a los que mueren de hambre, material y espiritual, mientras podemos. Kurt Gerstein - oficial de la Waffen-SS en tiempos del Nacionalsocialismo-, en el llamado Gerstein-Bericht leído durante los Procesos de Nüremberg, cuenta que la primera vez que presenció, en un campo de exterminio nazi en Polo- nia, el proceso de gaseamiento de un tren atestado de judíos, que entraban desnudos, hambrientos, sin fuerza alguna y sin resistencia, a la muerte, escuchó algo dentro de él que le de- cía: Anda, desnúdate y métete con ellos a la cámara de gas. Comparte la misma muerte que ellos. No lo hizo. Estos hombres y mujeres, en ese momento final de su vida se encontraban frente al drama terrible de si la vida tie- ne o no sentido. Denigrados en su ser más profundo, sintién- dose nada, el que alguien entrara a la muerte con ellos sin haber sido condenado, les habría dado una respuesta tras- cendental. Cuando amamos a alguien, le damos el ser, le hacemos nacer de nuevo. Amar a alguien es decirle: Tú existes para mí. Si hay Dios, él está cantando dentro de mí, diciéndote: Yo te amo. Yo te amo. Tú existes para mí . Nadie puede so- brevivir sin sentirse querido. El amor verdadero es absurdo porque no tiene ningún fundamento. Sin embargo, existe, es, tiene un poder inmenso. Cambia el mundo, renueva la faz de la tierra. No hay más: El amor o la destrucción , como decía Vicente Aleixandre. Un pobre se convierte en rico cuando es amado. Lo tie- ne todo. Es capaz de amar. Puede celebrar la fiesta. Porque, la vida, siendo amado, amando, es festiva. Antes, enséñale a pescar, dale la caña, que verás que ni siquiera tendrá la fuerza para levantarla. La verdadera política es cambiar el corazón del hombre. Amar. Devolverle la dignidad perdida. Yo lo he visto. El problema es curar la mirada. Descubrir nuestra pro- pia indigencia. Nuestra indignidad de enseñar, de aconsejar a quienes han sufrido mucho más que nosotros. El positivis- mo filosófico que convence, a través de un common sense fa- laz, de la legalidad de nuestros sistemas. El asistencialismo burgués, y volver a la casa como si nada pasara. Perder el celo por la humanidad que gime dentro de nosotros. Es verdad, sólo puede amar quien ha sido amado. Pero es también verdad que sólo amando se aprende a amar. Y que la vida es muy corta para irla malgastando en crear ene- migos, en juzgar a los que no han conocido mayor amor que el propio y se asfixian de miedo por no existir para nadie, por desaparecer. A fin de cuentas, han sido los crucificados y no lo crucificadores, quienes han salvado el mundo. La verda- dera revolución es amar: amar hasta la extinción. Matar a la muerte. No le tengamos miedo. Que cuando desaparece el yo, surge un nuevo nosotros. Opinión Ilustraciones por: Pablo Piceno

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