218 DERECHOS HUMANOS ANUARIO 2019 Ahora bien, el principio de progresividad, que asegura el interminable desarrollo constructivo de los derechos humanos y prohíbe cualquier retroceso a las autoridades, podría nutrirse de la Teoría Queer en la medida en que ésta reconoce una diversidad inmensa (con límites tan inabarcables como imprecisos de lo que pueda continuar creándose desde el lenguaje que construye todo lo que afirma) de sujetos sociales, cuya dignidad merece todo lo que pueda garantizarse para ellos, con la salvedad de que éstos no pueden nombrarse a sí mismos para exigirlos. De ahí la importancia de las preguntas planteadas en el preámbulo: ¿las categorías construidas desde el poder (científico, médico, jurídico o el que sea pertinente aludir) son necesariamente opresivas?; ¿cómo pensar y exigir reivindicaciones si no puedo nombrarme? Por ejemplo, si exijo que no se me discriminen en un ámbito específico es porque me adscribo a una categoría identitaria –en este caso, porque abordamos el tema de la Teoría Queer, sexo-genérica–, pero si han sido disueltas, ¿cómo aludo a mi condición y a mi situación? Si lleváramos las reflexiones de la Teoría Queer a una escala más amplia (pues, al fin y al cabo, todas las identidades sociales son construidas (no sólo las sexuales) podríamos ver un mundo en donde toda clase de poderes en tensión han creado categorías que pueden resultar oprimidas, pero también pueden convertirse en opresoras; todas tienen o pueden tener su cuota de poder en diferentes ámbitos sociales. Consideremos las identidades religiosas, nacionales, profesionales (así, en general, aunque podríamos pensar en una gran cantidad de ejemplos situados en los más variados contextos que le darían más o menos poder a una identidad religiosa, nacional o profesional en uno u otro espacio). Ahora imaginemos un mundo sin ellas. Sería una maravilla, en la voz de John Lennon (“Imagine”, 1971). Yo no estoy tan seguro, pero intuyo que el mundo no puede ser así; todos nos adscribimos a múltiples identidades sociales y, en muchos sentidos, éstas se convierten en lo más preciado para nosotros (pensemos en los ejemplos: las religiosas, las nacionales o las profesionales). Volvamos a ese mundo donde cada uno de nosotros se adscribe a varias identidades sociales. Ciertamente, los grandes pensadores de la Teoría Queer y sus más fervientes seguidores pueden dejar de nombrarse como hombres, mujeres y todo lo que hemos visto, pero no dejan de considerarse académicos, miembros de alguna institución o doctores en alguna disciplina que les da el poder de hablar y ser escuchados. En ese mundo donde la mayor parte de nosotros nos adscribimos a alguna identidad religiosa, nacional o profesional (entre muchas otras) pensemos: ¿el jerarca de una Iglesia tiene poder?, ¿el funcionario de un Estado?, ¿el académico que tiene la autoridad para enseñar y escribir? ¡Claro que sí! ¿Y qué ocurre si, como autoridad que es por el poder que le ha investido la sociedad, atenta contra los derechos humanos de un feligrés, de un ciudadano de su país o de un estudiante de la institución en la que trabaja, sin que sea posible que el agresor o la víctima sean nombrados en relación con las identidades sociales que los distinguen?, ¿cómo podríamos generar condiciones para vivir en un entorno de justicia, libertad, equidad y respeto si las identidades sociales no existen más?
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