Derechos Humanos / Anuario 2016

104 DERECHOS HUMANOS ANUARIO 2016 En este sentido, el cuerpo es el territorio abyectado en el cual la cultura imprime significados y conteni- dos. Como diría Julia Kristeva, es: “Protesta muda del síntoma, violencia estrepitosa de una convulsión, sin poder ni querer integrarse para responder, eso reacciona, eso abreacciona, eso abyecto” (2003: 7). La abyección es, entonces, una subversión a la ley del padre que busca rescatar el cuerpo materno. Lo anterior fundamenta, de alguna manera, que la construcción de la corporeidad es el significante y el cuerpo es el significado; pero, a la vez la primera y el segundo son producto social y cultural, que se retroalimentan continuamente para perdurar y trans- formarse a lo largo de la evolución cultural humana, configurándose como todo un orden simbólico. De tal manera, las mujeres viven su cuerpo femenino con significados específicos cuyo origen biológico (objetos materiales) las reduce a la repro- ducción de la vida, cuidar y nutrir ese nuevo cuerpo para que sea útil al sistema capitalista patriarcal. Es precisamente aquí donde se establece la dife- rencia como significado de ese cuerpo destinado a la procreación pues, debido a la división sexual del trabajo, el cuerpo de los hombres fue concebido como fuerte y apto para el trabajo, quedando en ellos el rol de proveedores económicos, junto con la construcción de conocimiento y de progreso. Ellas quedaron circunscritas al espacio privado del hogar cumpliendo el rol doméstico, no remunerado ni reconocido socialmente, mientras los hombres son protagonistas en el espacio público de la ciencia, la economía y la política. Esta división sexual del trabajo hace más profunda la brecha entre hombres y mujeres, lo cual representa la asimetría en las re- laciones de género, por ende, relaciones de poder. Por ejemplo, la superioridad del ser masculino llevaba a pensar, a los antiguos griegos, que los hombres eran quienes daban a luz, una nueva vida, a través del cuerpo de las mujeres, el cual era un recipiente donde ellos depositaban la semilla. Así, desde la antigüedad, aquel ya era producto de una cosificación simbólica, de ahí que sea objeto de feminicidio pues es simplemente una cosa que cumple una función y se acaba. Le Breton (2002), cuando define el cuerpo como ese objeto material, modelado por el contexto sociocultural, a manera de escenario en el cual el actor o actora sociales recitan un guión, “es ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo” (7) y siempre está atravesado por la sexualidad pues resulta imposible concebir el cuerpo sin significados sexuales inscritos en su identidad y comportamiento para su aceptación social. Al res- pecto, Judith Butler (2001) define el sexo asociado al concepto del cuerpo: “El sexo como materia, sexo-como-instrumento-de significación-cultural, es una formación discursiva que funciona como un fundamento naturalizado para la distinción naturaleza/ cultura y las estrategias de dominación que esa distinción apoya” (p.71). El sistema binario cultura-naturaleza está asociado a las categorías masculinidad-feminidad en cuanto que la cultura dicta significados y contenidos a la naturaleza convirtiéndose esta última en lo “otro”, legitimando mediante la praxis cotidiana los ideales del significante y el sistema de significación que reproduce la estructura de dominación. De este modo, las dicotomías cuerpo-mente, cultura-natura- leza, sexo-género están atravesadas por relaciones de poder que colocan a la naturaleza, la subjetividad y el sentimiento como femenino y a la cultura, la men- te, la razón, la lógica, la objetividad y la capacidad de acción como características masculinas. Así, lo femenino es un agente pasivo en espera de que un sujeto masculino le dé significación. En este sentido, el feminicidio, delito cometido por odio a la feminidad, es asesinar a una mujer por el simple hecho de serlo (Caputi y Russell, 2006). Al hacerse tan recurrente la muerte violenta de varias mujeres, queda al descubierto una sociedad y una cultura misógina donde las identidades se construyen de manera no sólo opuesta sino antagónica, cuyas raíces se encuentran en la conformación histórica del sistema patriarcal como infraestructura y superes- tructura del gran edificio social. El patriarcado y el modo de producción capitalista son variables dependientes que se retroalimentan para reproducirse desde la función de la mujer, como reproductora y cuidadora de mano de obra, y el lugar que ocupa en el sistema de producción. Del mismo modo, las instituciones políticas, educativas, religiosas, me- diáticas y la familia construyen y reproducen ideo- logías que colocan al ser masculino en el centro de la organización social y a la mujer como satélite que gira alrededor de él. De ahí, la existencia de la misoginia y la homofobia como posturas que expre- san el odio a la feminidad y promueven el desprecio por el ser mujer y vivir el cuerpo de mujer. Al res- pecto Julia Kristeva (1987) dice: “la abyección de sí sería la forma culminante de esta experiencia del

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